martes, 29 de octubre de 2013

Romance de La Roldana



(Cruz de La Roldana, en memoria de Doña Isabel de Arrebola, "La Roldana", de Luque un pueblo con encanto https://www.facebook.com/photo.php?fbid=300213386764585&set=a.300213336764590.70708.100003277779860&type=1&theater)



En este romance fronterizo-morisco narro en verso la leyenda que existe en Luque sobre la historia de una dama valiente, La Roldana, que, antes de morir desangrada tras serle cortados los pechos, tuvo el arrojo de matar al moro que la hirió de muerte. En el pueblo, a la entrada por la calle La Fuente, se levanta una cruz , que recuerda este suceso.  Esta historia pudo suceder unos años antes de la batalla de Lucena (1483), en la que el Conde de Cabra, ayudado por las milicias luqueñas, derrotó e hizo prisionero a Boabdil el Chico, último rey nazarí de Granada. Un romance, escrito en el siglo XIX, por el poeta de Baena, Francisco Valverde y Perales (http://www.enluque.es/biografias/valverde-perales.htm), recoge algunos momentos de esta leyenda. Este romance, junto a otros datos históricos, aparece incluido en "Historia de la Villa de Luque", de Antonio Arjona Castro y Vicente Estrada Carrillo (http://www.enluque.es/paginas/historia/historia_estrada/la-roldana.htm)

Desde aquí muestro mi agradecimiento a estos historiadores que, con su ingente labor de investigación, nos han brindado a todos la posibilidad de conocer mejor la historia de nuestro pueblo. Este agradecimiento lo hago extensible a José Baena Moreno, que en su magnífica página web ( www.enluque.es) nos acerca ese saber a todos los que nos encontramos alejados de nuestro Luque natal.




Una mañana de mayo,
florida, azul, aquietada,
con el sol en el Levante
al tiempo que alboreaba,
por el camino que lleva
a una fuente fresca y clara,
a caballo tres jinetes
van en rauda cabalgada
a pasear por el campo,
que ya el buen tiempo ayudaba.
Dos varones distinguidos,
de figura, no de ánima,
(cuya estirpe por cobarde
es mejor no recordarla,
más vil que la de Carrión,
tal es su baja calaña)
escoltan a una señora,
acompañan a una dama,
que posa sus escarpines,
broslados con fina plata,
en las espuelas de oro
del alazán que montaba.
Un grajo surcaba el cielo
y sus cabezas pasaba
cayendo muerto delante
del caballo de avanzada.
(Que este no es un buen agüero.
Nada bueno presagiaba).

 No descifran los jinetes
esta señal desgraciada
y dejan la fortaleza
con actitud confiada,
pues buscan la fresca sombra
allá en la vega baja,
donde árboles y frutos
el paisaje decoraban:
perales y limoneros,
ciruelos e higueras bravas,
granados y naranjales
y manzanas tan doradas,
que el jardín de las Hespérides
de su fulgor recelaba.
¡Frondoso era aquel edén
con el agua que manaba!

La mujer es tan hermosa
que en el Condado es de fama.
Doña Isabel es su nombre,
de Arrebola apellidada,
mas la villa la conoce
como la bella Roldana,
esposa de un capitán
curtido en mil batallas.
Y, sin ser hija de condes
ni familia de monarcas,
en sus ardorosas venas
sangre noble albergara,
sangre osada y aguerrida,
sangre briosa y bizarra,
sangre de aquellos guerreros,
que Luque reconquistaran.
 Y allá en los verdes llanos
de las tierras hortelanas,
resguárdanse en una gruta,
que en una loma se alzaba,
rayana a unos rosales
de rosas rojas y blancas.

Cuando felices se encuentran,
y placenteros se hallan,
el silencio del oasis,
el solaz de la mañana,
lo desgarra un estruendo,
que hasta el infierno llegara.
"¡Al arma!" se oye en los cerros.
Y en las laderas, "¡al arma!"
Por toda la Serranía,
de La Tiñosa a La Lastra,
por los montes, por los valles,
hasta la Sierra de Cabra,
opaco el eco repite:
“¡Al arma! ¡Todos, al arma!”
Ya suenan los añafiles,
ya las trompas encorvadas,
con tanta fuerza se tocan,
con tanto ardor son tocadas,
sordo queda el centinela
y los que con él estaban
en la cima del castillo,
en las almenas más altas.
 Desde allí divisarían
una polvareda blanca,
que levantan los caballos
de los moros de Granada,
que vienen de escaramuza
a la frontera cristiana.
Muchos miles de soldados
forman aquella algarada.

Las gentes que están allende,
afuera de la Alcazaba,
prestos suben los caminos,
prestos van por las cañadas;
campesinos con jubones,
que las tierras laboraban
y mujeres que su ropa
junto al riachuelo lavaban.
Unos olvidan sus trillas,
sus almocafres y azadas.
Otras, sus hatos de tela
y sus largas sayas pardas,
que han de salvar la vida,
porque la vida es sagrada.
Ya están todos a resguardo
tras las seguras murallas,
que no así los tres jinetes,
que extramuros aún se hallaban
deleitando sus sentidos
junto al manantial de agua.
Allí los sorprende el moro,
allí el moro los cercara,
y aquellos dos caballeros,
que de tal no tienen nada,
huyen como lo que son,
cobardes de mala laya,
abandonando a Isabel
a su suerte malhadada,
que solo acierta a esconderse
tras una espinosa zarza,
¡y la descubre el pagano,
el de la negra celada!
Al verla tan indefensa,
tan joven y tan lozana,
corre detrás de la presa
con deseos de ultrajarla.
La dama, que es harto audaz
y asaz ferviente cristiana,
su gran virtud la defiende
con las uñas y las garras.

Libidinoso el infiel
no dejaba de acosarla,
si no la puede tener,
¡por Alá!, que allí la mata.
Con un alfanje afilado,
que en la diestra enarbolaba,
de dos tajos muy certeros
sus dos pechos le cortara.
(¡Feliz se muestra el ingrato
con tan alevosa hazaña!)
También quitarle la vida
pretende con su alabarda,
mas la valiente Isabel
al punto se la robara,
y en medio del corazón
se la dejó bien clavada,
que no le faltó el arrojo,
que se espera de su raza.
Y pese al desmán sufrido,
las fuerzas aún no le fallan
y en sus delicadas manos
sus lindos  pechos portaba,
sus dos rojas amapolas,
sus amapolas tempranas,
y galopó a la jineta 
por la pendiente escarpada
con presteza de alcanzar
la sólida barbacana.

Cuando avistaba Hisn Lukk,
donde estaba su morada,
su vida se fue apagando,
porque estaba desangrada.
Cayó de bruces al suelo,
muy cerca ya de la entrada,
junto a una peña caliza,
que hacia el Tajo miraba.
En brazos de su marido,
que había salido a salvarla,
exhaló el postrer suspiro:
así murió La Roldana.
El capitán no gemía,
pero sus ojos lloraban.
Las gotas que desprendían,
una laguna formaban.
De su garganta  afligida
escaparon tres palabras,
alarido que llegó
al palacio del Alhambra.
¡Venganza al moro!, gritó,
gritó con todas sus ganas.
El feudo muy dolorido
y sus huestes apenadas,
todos gritaron unidos:
¡Venganza al moro!, ¡venganza!
                                           MjH











jueves, 24 de octubre de 2013

Romance de la mora enamorada





En mi pueblo natal, Luque (Córdoba), hay una cueva situada en La Pedriza, por detrás del Peñón de la Pita, y cerca de las murallas de la fortaleza nazarí. Esta cueva, que ha estado salvaje y virgen durante muchas generaciones, se hallaba al alcance del pueblo y la muchachada la conocía como la palma de sus manos. Hace años la cueva se acondicionó y se puso al servicio de los turistas. En ella se realizan numerosas actividades para  que todo el que esté interesado pueda conocer el pasado prehistórico e histórico del lugar. La cueva es conocida como “Cueva de la Encantá”.  Una más con este nombre de las que se encuentran dispersas a lo largo de la geografía española. Numerosas son también las leyendas en torno a la bella joven, que la habita, y que sólo se hace visible en la noche de San Juan. Aunque existe un extraordinario romance sobre la “Cueva de la Encantá” de mi paisano José Navas (http://www.enluque.es/paginas/hemeroteca/poetas/poesias/poesias-pepe.htm), que se centra en la desgraciada historia de amor de los jóvenes, ella mora y él cristiano, no he podido resistirme a dedicarle otro, centrándome más en la figura y  “aparición”   de la Encantada en la noche de San Juan, con objeto de encontrar a su enamorado o desprenderse de su encantamiento, tal y como recoge también la leyenda.









Dice, cuenta la leyenda
que la Noche de San Juan,
noche de magia y hechizos,
noche para no olvidar,
cuando la luna está llena,
redonda en su claridad,
cuando arden las hogueras
y el fuego vuelve a reinar,
cuando la higuera bravía
en flor pletórica está,
y las mozas y los mozos
van la verbena a cortar,
gimen del Peñón las rocas
suspiros de gran pesar,
que el viento esparce en la villa,
hace a sus gentes temblar,
y de una cueva profunda,
llamada de “La Encantá”,
que se halla tras de la Pita
y de la muralla a ras,
se ve salir a una  joven,
bella como la que más,
una doncella de ensueño,
una agarena de Agar.                                   
Ni las hijas de Nereo,
ni las sirenas del mar,
ni las ninfas de los bosques
se le pueden comparar,
que no hay mujer en el orbe
que la supere en beldad.
Su larga melena al viento,
con guirnaldas de azahar,
y una túnica ceñida,
blanca con cordón torzal,
como palomas al vuelo,
acompaña su danzar,
sus pasos por el sendero,
que la llevan al Pilar.
En las manos, un espejo
de oro y fino cristal
y un áureo peine con púas
de alabastro natural.
Allí, junto al riachuelo,
que corre por el lugar,
en el agua transparente,
tan clara como el cristal,
lava su cara de rosa
y el cabello va a peinar.
Que espera a su enamorado,
aquel cristiano galán,
que una mañana de abril
la vino a enamorar.
Mas nunca volvió a besarla,
nunca la volvió a besar.
Y en pena vaga su alma,
pues la fueron a embrujar.
 Sólo una noche del año,
de junio noche lunar,
sale de la gruta oscura
en su apariencia mortal
y busca a su infiel amante
para con él desposar.
O a un mísero caminante,
a quien su hechizo filtrar.
Espera días y meses,
un año, cien, muchos más,
en la lúgubre mazmorra,
cautiva, sin libertad,
para encontrar su destino
en la Noche de San Juan.


                              MjH



jueves, 10 de octubre de 2013

Romance a la Virgencica del Castillo



                                               ( foto de José Cubero en Luque un pueblo con encanto, https://www.facebook.com/photo.php?fbid=556073917774736&set=t.100003277779860&type=1&theater)


   En la falda del Castillo Albenzayde de Luque (Córdoba), hay un cuadro de la  Virgen del Rosario con su hijo en brazos. El cuadro está elaborado con azulejos de vivo colorido. Se halla ubicado dentro de una hornacina y delante se levanta una especie de poyete, a modo de altar. Allí íbamos a jugar las niñas cuando éramos pequeñas, o a realizar otro tipo de tarea, ya en la adolescencia, ya en la juventud. En otoño y en invierno, se aprovechaba para tomar el tibio sol que calentaba aquel lugar de privilegio, desde donde se divisa una bella panorámica del pueblo.
De este cuadro, me sorprendió que, tanto la Virgen como el Niño Jesús carecieran de ojos. Se notaba que habían sido raspados intencionadamente con un objeto punzante. En mi inocencia de entonces, lamentaba que no pudieran apreciar el maravilloso espectáculo de color y de forma que se veía desde el sitio en el que se encontraban. Me dolía profundamente la maldad de aquel o aquellos, que los habían desposeído de sus ojos y los habían privado de contemplar tan bello paisaje.
Como recuerdo de aquel sentimiento, compuse este “romance de maldición” a la vieja usanza medieval.





(foto de José Baena Moreno. www.enluque.es)



 ¡Malhaya quien te cegara,
Virgencica del Castillo!
Que no lo perdone Dios.
¡Tuérzase ya su destino!


De noche hubo de hacerlo,
con la noche bien entrada,
cuando las oscuras nubes,
densas espumas infaustas,
a las estrellas del cielo,
y a la luna llena y clara 
celáronles sus destellos,
sus destellos ocultaran,
y, entre sombras intrigantes,
su gran crimen perpetrara,
tal cual obran los traidores,
-así son sus artes malas-,
como ese Judas felón,
el que a Jesús delatara
por treinta monedas de oro,
no de cobre ni de plata.
Ruin, ingrato, alevoso,
el que tus ojos cegara.



Tu puesto de privilegio,
en el Castillo enclavada
no quiso que lo gozases,
no quiso que tu mirada
contemplase la belleza,
que a tus ojos se mostraba,
esos ojos bellos y nidios,
tan brillantes como el alba,
los ojos que te arrancó
sin piedad y con gran saña,
con cuchillo puntiagudo
o con puñal de hoja ancha.
A oscuras hubo de hacerlo,
de noche o de madrugada,
que fue la envidia insidiosa
que al hombre torna alimaña.
Traidor, pérfido, malvado,
el que tus ojos cegara.



A tu hijo, el Niño Dios,
que en tus brazos descansaba,
le dañó sus dos luceros
con la misma mala entraña.
Que lo que él no tenía,
lo que a él no deleitaba
todas las horas del día,
todas las de la jornada,
no quiso que otros tuvieran,
no quiso que disfrutaran
ni la patrona de Luque,
ni el hijo a quien tanto amaba,
que nació para librar
al hombre de su gran lacra,
Y así le pagó el traidor
con esta vil canallada.
Despreciable, indigno, abyecto,
el que tus ojos cegara.






Ojos que ya no verán
las misteriosas mañanas 
con el aura de las brumas
en  las sierras y  montañas,
ni la casita del Niño,
esa que lo cobijara,
allá, arriba en la loma,
la que a San Jorge miraba.
Ni el Tajo con su peineta
de lirios blancos y malvas,
ni el campanario y su torre,
ni el vuelo de las campanas,
ni el Barrio de Santa Cruz
ni la farola en la Plaza,
ni del Llano aquella fuente
de la que el agua manara.
Infiel, bellaco, perverso,
el que tus ojos cegara.

Tuérzase ya su destino.
¡Malhaya el traidor, malhaya!

                                 MjH