viernes, 5 de septiembre de 2014

La carta IV: un hallazgo inesperado

     
   

tristeza de amor


La carta I
La carta II
La carta III

 “Porque en la vida de un hombre no solamente ocurren las cosas. (…) Uno también construye lo que le ocurre. Lo construye, lo invoca, no deja escapar lo que le tiene que ocurrir. Así es el hombre. Obra así incluso sabiendo o sintiendo desde el principio, desde el primer instante, que lo que hace es algo fatal. Es como si se mantu­viera unido a su destino, como si se llamaran y se crearan mutuamente. No es verdad que la fatalidad llegue ciega a nuestra vida, no. La fatalidad entra por la puerta que noso­tros mismos hemos abierto, invitándola a pasar". (El último encuentro. Sándor Márai)



Se rompió. Tras leer la carta, Miguel se rompió y los numerosos añicos, en los que se partió su alma, lo lastimaban en lo más vivo, si es que aún le quedaba algo con vida en el centro de su ser, e incluso lo herían hasta en lo muerto, que era ya demasiado. El baluarte de defensa, levantado metro a metro con firme voluntad de hierro desde el mismo instante en que Laura dejara la ciudad sin despedirse siquiera y construido con frío mármol de lágrimas, de martirizantes torturas, de paralizantes silencios, de esperas inútiles, de desoladoras desesperanzas, de orgullo herido, de recurrentes inculpaciones, se desmoronó en un segundo. El sentimiento aniquilador que le produjo la despedida a la francesa de la joven, desapareció como castillo de arena arrasado por una ola imprevista e irascible. Ahora, en este momento, sólo sentía el dolor punzante del infortunio sacudir sus adentros y tamborear todo el territorio de aquel cuerpo vencido y cansado. Y sentía, más que nada, una enorme conmiseración por ambos. ¡Víctimas! ¡Eran víctimas! Laura y él no habían sido sino víctimas del caprichoso azar, víctimas de su propia castración emocional, de una timidez rabiosa, de una inseguridad aplastante. Pudieron haberlo tenido todo y habían vivido sin nada. Y aquel desencuentro los había conquistado plenamente, privándolos del goce de un amor profundo y sincero. A pesar de que los años y la crudeza de la vida, instalada con saña en la suya, lo habían endurecido y que de aquel joven romántico, soñador y sensible, quedaba ya muy poco en el hombre maltrecho de hoy, se estremeció. De su interior brotó una estéril rebeldía, insólita e incontrolable, contra el brutal destino. Vencido por el peso de su derrota, entró en un abatimiento demoledor.

 Sin calibrar la duración de su catalepsia, levantó los ojos del amarillento papel mientras retumbaba en su cerebro un canto repetido y acuciante:





"Miguel:
                                      Te quiero mucho y te querré toda la vida. Solo tú por y 
                                      para siempre.
                                     ¿Quieres ser mi novio?
                                                                                                       Laura"


Como pudo, dobló la cuartilla y la guardó en el bolsillo de su americana. Se puso de pie buscando inflexible la salida de aquella buhardilla, revestida de recuerdos, que le provocaba un efecto asfixiante. Difícilmente pudo enderezarse. Una vez que lo logró, se ajustó la chaqueta, lanzó un último vistazo al habitáculo y se plantó en las escaleras. No se detuvo a cerrar la puerta por la que fluían, como leves y desconcertadas mariposas, remembranzas inquietantes. Con la mirada fija en los peldaños de la estrecha y sinuosa escalerilla, los bajó con rapidez. De inmediato se encontró en la calle, donde aspiró a pecho abierto bocanadas de aire fresco de aquella primaveral mañana. Tan pronto como consiguió estabilizarse, paseó con su mirada todo el entorno y volvió a sentirse  fascinado por lo que su vista abarcaba. El mismo sol, la misma luz, el mismo paisaje de entonces, y la misma carta, aunque de Laura y ¡toda una vida sin ella! Y ya era imposible recobrar el pasado. Ni siquiera el presente les pertenecía. Su empecinamiento en huir, con energía inquebrantable, de los recuerdos acabó por borrar implacablemente el ayer, que ambos compartieron. El tiempo en sus tres fases había desaparecido para ellos desde que, aquella aciaga tarde de un relumbrante día, también primaveral, el azar, ayudado por su enfermizo autismo emocional, se encargase de bloquear su corazón, destruyendo vilmente su presente y su futuro juntos.

Ajena a su mortificante confusión, la gente transitaba por la avenida, llenando de vida la atmósfera con su algarabía e irisando el paisaje con alegres colores primaverales de su no menos primaveral atuendo. El azul del cielo, matizado por ligeras líneas blanquecinas de cirros displicentes, llenaba la ciudad de promesas halagüeñas. Miguel con el alma compungida, miraba inquisitivo a todos lados, intentando encontrar en aquella vida, que bullía a su alrededor, alguna huella de su pasado. Todo el entorno seguía igual, pero a la vez, ¡era tan diferente! Sus ojos, como si buscasen respuestas que su interior les negaba, se detuvieron un momento en la puerta de entrada al parque. Allí permanecía ella, triunfante e indiferente a los sentimientos de las personas que la atravesaban, como testigo silencioso de una época, que ya no regresaría, pero con sus puertas abiertas de par en par a nuevos amaneceres. Era su particular  “lucecita roja” (Nota1), el hito intemporal, que contrastaba con las secuelas, que el continuo devenir  de su existencia, había tatuado en su cuerpo y en su espíritu.

 El trasiego permanente de pequeños y mayores lo retrotrajo a los días en los que llegó a esa ciudad, a los días en los que llegó a Laura. Desde entonces el parque se había convertido en el referente de su amor por ella con su puerta de entrada, siempre abierta durante el día, cuya verja se levantaba en muros, blancos y ocres, tantas veces franqueados, que daban acceso a un frondoso vergel, en el que reinaba  majestuoso el Castaño de Indias, bajo cuya sombra se prendó un día de Laura y bajo cuya copa había soñado, noche tras noche, acariciarla. La evocación le produjo una sensación grata, que le devolvió unos segundos al muchacho enamorado de antaño. Repentinamente, como si el caleidoscopio ensombreciera su policromada gama de colores por arte de magia, una escena tormentosa del agonizado ayer se instaló en su recuerdo. Una escena acaecida hacía ya la friolera de casi de treinta años, en la que aquel paraje acogedor, donde la vio por primera vez, se convirtió, paradójicamente, en un lugar inhóspito, donde perdió para siempre su estela una angustiosa mañana de finales de junio del 85.



                                   ********************


Esa mañana, como tantas otras de un junio atípico, salió nuevamente de su casa con la esperanza de encontrarse con ella. Iba completamente decidido a aclarar, de una vez por todas, una situación, que le pesaba como una piedra de veinte toneladas colgada al cuello. Habían transcurrido apenas dos semanas desde que finalizara el curso, dos semanas de salidas continuas a cualquier hora del día, como un autómata programado, con la única intención de encontrarse con aquella chica morena que lo trastornaba. El episodio de la carta había alterado sus planes y lo había alterado también a él, que volvió a meterse en su caparazón temeroso de cometer cualquier otro error irremediable. Aquel acontecimiento en la clase del Ogro había provocado entre ellos un alejamiento imprevisible, que fue agrandándose paulatinamente con el paso de los días, y le hizo ser aún más cauto en su proceder. La miraba, la observaba y se contenía. Fue notando en la chica una actitud de desapego, que provocaba en él un efecto narcotizante y acabó por ahogar cualquier intento de acercamiento. Un marasmo de impresiones contradictorias y absurdas lo mantenían fuera de juego. Algo de orgullo, de un orgullo paranoico, vino a sumarse a su ya atávica timidez. “No me quiere”- se decía. “Laura no me quiere. ¿Para qué insistir?” No obstante, una vez terminado el curso, Laura y sólo Laura ocupó el centro de sus pensamientos. Terminar con el tormento de la duda llegó a ser su único desafío. Si Laura no lo quería, aceptaría de buen grado el rechazo, por mucho que le costara digerirlo. Si lo amaba, aunque fuera la décima parte de lo que la amaba él, sabría saborear a su lado, una a una, todas las letras de la palabra “felicidad”. Su resolución  de declararse no admitía más dilaciones.

 Se dirigió al parque con el convencimiento de que sería el lugar idóneo para encontrarla. Si eso no fuera posible, preguntaría por ella a sus amigas. La peña siempre solía andar por aquellos andurriales. Era su lugar de encuentro.

Al cruzar la avenida, miró a un lado y otro de la calle y sus ojos se encontraron con un Citroën Tiburón de color negro, que en vacaciones de verano y en Navidad solía transitar por el pueblo. Era el coche de los tíos de Laura. Su vista lo escudriñó con rapidez acompasada al ritmo de la marcha y únicamente pudo avistar una larga y ondulada melena negra decorando la luna de atrás del vehículo, cuya visión se desvanecía a medida que el coche avanzaba y tomaba la dirección de la salida del pueblo, donde terminó por desaparecer. Una fría y salvaje sacudida, envuelta en el plumaje plomizo de la incertidumbre y de la frustración, lo golpeó de lleno. ¡Laura no estará en el parque!- pensó, e inmediatamente hizo un conato de volver sobre sus pasos. En ese mismo instante, oyó una voz lejana gritar su nombre.

 -¡Miguel, Miguel!

  Miró y los vio. Carlos y Carmen, la feliz pareja, corrían apresuradamente a su encuentro.

- ¡Hola!- los saludó algo desconcertado.

-¿Vas al parque?- le preguntó Carlos-. La peña nos espera cerca del templete de la música. Se está organizando una 'fiestuki' para esta noche en el cortijo de Daniel y hay que ultimar los detalles. Vamos a ver qué se cuentan éstos.

Los siguió, no porque tuviera la santa intención de asistir a fiesta alguna. Los siguió porque necesitaba saber de Laura.

-¿Irá toda la panda?- preguntó.

- Sí. En principio, sí. Por lo menos anoche estaban todos muy motivados- respondió Carlos.

- ¿Laura también irá?- volvió a preguntar sin pensárselo un momento.

-¿Laura? Laura se ha marchado hoy a París. ¿No lo sabías? Y como no tiene el don de la ubicuidad, no podrá hacerlo - aseveró Carmen entre explosivas risotadas.

- ¿A París?- preguntó Miguel con una mezcla de extrañeza y estupor.

- A París. Ha decidido adelantar su viaje allí para ir familiarizándose con el francés. Estudiará en La Sorbonne. Al final, sus viejos la convencieron.

La cara de Miguel se descompuso. Carmen se percató y continuó con su perorata.

- Pero, ¿es que no sabías nada?- le preguntó un tanto perpleja-. Si lo sabe toda la peña…

-  Ya, pero estos últimos días he salido poco y no la he visto- explicó Miguel como pretexto, tratando de ocultar su aturdimiento-. Me habría gustado despedirme de ella- añadió con un halo de tristeza en sus pupilas.



 Cuando estaban a punto de entrar en el parque, Pepe el tonto, que siempre andaba apostado en el muro de la puerta para pasar revista a todas las jovencitas que la traspasaban y saludarlas con su ya habitual “ buen manotazo en las posaderas”, se les acercó.

-‘Coleguis, coleguis’ ¿tenéis un ‘cigado’?, ¿tenéis un ‘cigado’?- les pedía con insistencia.

Miguel buscó en sus bolsillos y sacó un paquete de Ducados. Vio que le quedaba uno y se lo dio al muchacho.

-‘Gacias’, ‘gacias’. Muchas ‘gacias’, amigo-  le dijo, dándole una afectiva palmada en la espalda para regresar de nuevo a montar guardia en su garita a cielo raso a la espera de otra desprevenida víctima.

Pepe el tonto, como se le conocía en la ciudad, era un mozalbete de mediana estatura, muy delgado, casi esquelético, y con entradas prominentes en los occipitales, demasiado pronunciadas para su edad, lo que le daba un extraño aire de inteligencia, desmentido por una abultada boca, siempre abierta, que mostraba alargados, picudos y salientes dientes, semejantes a las teclas desniveladas de un piano, y le conferían a su rostro una sonrisa sempiterna. El muchacho era muy popular entre los jóvenes, de algunos de los cuales había recibido más de una reprimenda y más de un pescozón por llevar a la práctica su deporte favorito en la persona de alguna hermana, prima, amiga o novieta. No obstante, salvo estos pequeños amagos de contacto manual con las partes traseras de alguna chica, no era para nada peligroso y sí bastante sociable. Se contaba en los mentideros de la ciudad que una vez se cruzó con tres muchachas a las que, dada su tendencia enamoradiza, no dejaba de mirar y piropear con la cabeza vuelta para atrás, lo que le impidió ver el saliente de una ventana, que estuvo en un tris de echar abajo de un cabezazo. Se quejaba del dolor con grandes gemidos y aspavientos y gritando incesantemente: “Eso ha ‘sío’ por ‘migar’, por ‘migar”, frase repetida hasta la saciedad, lo que le costó ser rebautizado con un apodo sobreañadido, “El migón”. Contaban también que, cada vez que se encontraba con alguna de aquellas muchachas, se echaba mano a la cabeza con gesto de dolor y repetía de continuo: “Por migar’, por ‘migar”.

¡Cómo le hubiese gustado a Miguel haber tenido una pizca de la inconsciencia del chaval para poder haber vencido la timidez que lo había apartado de Laura! De haberla tenido, posiblemente hoy no se vería en esa situación de desaliento.

Aprovechando que se había quedado sin tabaco, lo utilizó como excusa para regresar a su casa. No le apetecía nada estar con los amigos sabiendo que Laura no aparecería. Además sentía unas enormes ganas de llorar y, de haberse sentido con fuerzas, habría buscado una ventana con saliente para darse cabezazos contra ella, como Pepe, pero  esta vez lo haría de forma voluntaria  y merecida.

-Adelantaos vosotros- les pidió. Voy a comprar tabaco. Ahora vuelvo.

 Se marchó de allí con los ojos brillantes y el corazón opaco. Y no regresó ni ese día ni el siguiente. Nunca más volvió a pisar el parque en el corto espacio de tiempo que pasó en la ciudad.

  Sin la presencia de Laura, las calles, las plazas, el parque…, todo el entorno en suma, se había trasformado en un cementerio, y, aunque se sentía un muerto viviente, un rayo de lucidez le bastó para evitar arrastrar su desdicha entre conocidos. Le urgía salir de allí, hacia otro lugar, en el que los recuerdos no estuvieran tan vivos, un lugar que no le trajese a la memoria ni su imagen ni su aroma, donde nadie lo conociera y no se viera forzado a disimular su abatimiento. Y así, de la noche a la mañana, tomó la decisión de poner tierra de por medio y adelantar su viaje a Salamanca, donde ya estaba previsto que empezaría sus estudios de Medicina.

  Su padre, salmantino de nacimiento y castellano de pura cepa, había pedido traslado a la tierra de sus ancestros para que sus cuatro hijos pudieran estudiar, como lo hiciera él, como lo hiciera su padre, y el padre de su padre y varias generaciones de Jáimez, en su prestigiosa Universidad (Nota1). Había que seguir la tradición y, a pesar de que ellos no se establecerían allí hasta bien pasada la Navidad, Miguel iría a casa de los abuelos paternos una vez iniciado el curso. La decisión de marcharse anticipadamente fue muy bien acogida por la familia. De esta forma, al tiempo que se ambientaba, ayudaría a gestionar todo lo relacionado con el traslado.

Y  partió otra mañana calurosa de aquel verano hostil hacia su nuevo destino, con el convencimiento contumaz de que todo su pasado era ya historia y tenía que quedar enterrado allí, bajo los muros invisibles de aquella ciudad, en la que tanto había querido, en la que tanto había soñado, en la que tantas esperanzas albergara. Su voluntad, lo único que le quedaba para seguir viviendo sin Laura, tenía que triunfar. Era su única arma para superar el fracaso. Mediado julio, se subió al tren sin echar una última mirada a esa tierra, que se había propuesto no pisar nunca más. Y se marchó con la mirada fija en el paisaje que se iba revelando a su paso, si bien su mente se agazapaba díscola entre escenas de un pasado, que ya no regresaría.

Las hileras de olivos del campo andaluz corrían al compás del tren, que las despedía con silbidos roncos al tiempo que abría con ganas sus metalizados brazos al desfiladero de Despeñaperros para darle la bienvenida a la vasta llanura manchega. De tarde en tarde, viejos molinos de viento se alzaban en la distancia, poniendo una nota de ensueño en el paisaje tantas veces recorrido por Don Quijote. Miguel cerró los ojos y no pudo evitar ver a Alonso Quijano arremeter contra ellos, como si de gigantes se tratara. No contra ellos, pero sí contra los monstruos de sus atormentados pensamientos hubiera querido luchar con la misma fe del Caballero de la Triste Figura. Eso precisamente es lo que anhelaba ser, un personaje de ficción para pedirle a su creador una nueva oportunidad con el fin de recomponer sus pasos, de deshacer sus entuertos, como hizo Augusto Pérez ante Unamuno. Pero la vida seguía a ritmo vertiginoso, con la misma velocidad de la máquina, que lo conducía hacia un futuro incierto.  

                                               ****************


   Abrió lo ojos y miró de nuevo el parque, buscando en vano la menuda figura de Pepe, apoyado sobre los muros de la puerta que daba a la avenida, como una prolongación más de su estructura. Pero treinta años eran muchos años para que las cosas y las personas se mantuvieran inmutables. ¡Quién mejor que él podría saberlo! ¡Eran demasiados años! ¡Casi toda una vida! La vida que se le había escapado por la ventana y ya no habría oportunidad de rescatarla. Así de leve era el ser (Nota1), sin posibilidad de retorno para poder remediar errores. Volvió a sentir  en lo más profundo de sus entrañas el punzón lacerante del abatimiento y el intrincado laberinto de su impotencia sin 'ariadnas' solícitas, que acudiesen en su ayuda para encontrar una salida. "Si el tiempo se repitiera, si retornarse eternamente (Nota2), tal vez pudiera encontrar la ocasión de enmendarlos; en cambio, sin esa contingencia, cualquier esfuerzo para remediar el pasado será fallido. Lo que pasó, pasó. Intentar recuperarlo es una falacia”- se dijo.

En la calle, la clara luz de la mañana seguía reverberándose en la enjalbegada fachada de aquella casa familiar, que había sido testigo mudo de su niñez y de su juventud. Ni la luz translúcida del Mediterráneo ni la sombría claridad de la monumental Salamanca habían podido desbancar en hermosura la imagen luminosa, alojada en su retina, de esta ciudad, tan cerca siempre de su corazón y, a la vez, tan lejana.

Por un momento su espíritu se sosegó, al tiempo que una idea potente y obsesiva lo iba invadiendo. Tenía que hablar con Laura. Tenían que verse. Ambos se lo debían. Se debían, al menos, una conversación. Ese encuentro necesario tenía que producirse. Ahora sí, ahora que ya conocía el alto precio de las indecisiones, pondría todo su empeño en que ese encuentro tuviera lugar cuanto antes. El destino estaba en deuda con ellos y él le iba a exigir el pago.

 Cuando estaba a punto de entrar en el interior de la vivienda, oyó su nombre. Se giró y se encontró de frente con unos ojos vivarachos y familiares en un cuerpo desconocido, al que le costaba poner nombre. Hizo un enorme esfuerzo para retroceder en el tiempo, aplicándole un ‘ photoshop’  apresurado a aquel hombre corpulento, que, sin duda, había sido un personaje más de su pasado.

-Buenos días, Miguel. Soy Javier, Javier Naranjo. No creo que me recuerdes. Hace siglos que no nos vemos. Fuimos amigos en la niñez y compañeros de colegio- lo saludó mientras extendía la mano.

- ¿Qué tal, amigo? ¡Cuánto tiempo!- alargó la suya y estrechó con fuerza aquella mano rugosa, marcada por la dura faena del campo.

- Bien, muy bien, aunque ya ha llovido desde que nos vimos por última vez. A tus padres y a tus hermanos los seguí viendo. Ellos nunca dejaron de visitarnos. Les gustaba esta tierra. Por ellos he sabido de ti. Y por Juanito, que se ha hecho de los nuestros. Tú te perdiste en tierras norteñas y no quisiste saber nada más de tus amigos del Sur- le soltó con esa socarronería propia del campesino andaluz.

- Sí, Javier, me perdí-confirmó-. Nunca mejor dicho. Pero así es la vida. Nos atrapa y nos lleva por donde quiere para acabar secuestrándonos. Ya tenía ganas de volver, aunque haya sido demasiado tarde.

-  ¿Sigues en Barcelona? Me enteré por Juanito de tu accidente. Una fatalidad. Pero te encuentro muy recuperado.

- Allí sigo. Más recuperado, sí, pero sin poder volver a operar. No he conseguido recobrar la movilidad de la mano derecha. Y en estas condiciones, es imposible seguir con mi trabajo. Aunque tengo que estar contento, por lo menos salvé la vida.

-  ¡Por supuesto! Eso es lo que ya importa, seguir vivitos y coleando- sentenció Javier con la clara intención de cambiar de tema-. Por cierto, vengo a ver si llegamos a un acuerdo sobre la casa. Hablé con tu hermano y me dijo que estarías hoy aquí, que me entendiera contigo. ¿Quieres que vayamos a tomar un café mientras tratamos el tema?

- Claro que sí- afirmó Miguel- ¿No deseas antes entrar y comprobar el estado en el que se encuentra?

- No. No es necesario, Miguel. La conozco bien. Acuérdate de las veces que jugué en tu patio. Además ya me la enseñó Juanito cuando decidisteis venderla. Es perfecta. Lo que buscaba. Se casa mi Javier en breve, ¿sabes? y, como se queda en el pueblo, quiero regalarle la vivienda. A los jóvenes que no abandonan el campo hay que premiarlos- le dijo mientras tocaba el brazo de Miguel en un gesto cómplice.

 Los dos hombres se dirigieron hacia el Llano, buscando uno de los numerosos bares diseminados por toda la plaza, en cuyas entrañas venían a nacer o a morir varias calles, que apuntaban en todas las direcciones de la ciudad.

-¿Quieres que demos una vuelta por el pueblo?- le propuso amablemente Javier una vez que terminaron de hablar de los pormenores de la transacción-. Así podrás recordar los años que viviste con nosotros- añadió.

- Sí, claro. Me encantará. Llegué anoche y no me ha dado tiempo a ver nada.

- Vamos a empezar por el colegio. No sé si sabes que se construyó otro nuevo en las afueras. El antiguo sólo se conserva como convento para las monjitas, aunque la iglesia ya no está abierta al culto.

- No, no lo sabía. Pero, vamos a ello. Me apetece verlo todo.





Subieron una cuesta poco pronunciada y giraron a la derecha para acceder a la arteria principal, una calle estrecha y alargada, que desembocaba en la zona norte de la ciudad. En un determinado momento, Javier señaló con el dedo la fachada de una casona antigua de dos plantas, cuya puerta, enmarcada en cenefas de mármol, mostraba un escudo familiar. Dos enormes ventanas con salientes custodiaban el león coronado del blasón, situado en el mismo centro del dintel de un robusto portón de roble. Sobre él, una colosal balconada en hierro forjado, sujeta en su base por soportes a vista, también de hierro, quitaban protagonismo a dos ventanas, más altas que anchas, recubiertas por celosías de la misma madera que el portón y festoneadas por el mismo mármol.  

- ¿Recuerdas de quién era esta casa?- le preguntó.

- Claro que lo recuerdo. ¡Buenos sustos nos daba! Era la casa del Ogro. ¿Vive aún?

- Sí. Aún vive. Pero, cuando se jubiló, vendió la casa y se marchó a la capital. Todavía recuerdo el último incidente contigo. Aquello fue apoteósico. No se me olvidará nunca lo blanco que te pusiste. Tan blanco como esta pared- le dijo, tocando con la mano la fachada encalada y resplandeciente de una vivienda-.  Nunca quisiste contarnos qué hiciste para enfadarlo tanto. Y eso que a ti te guardaba el aire.

- ¡Cualquier tontería! El Ogro no necesitaba pretextos para saltar. Saltaba por lo más insignificante. Era buen profesor, pero muy desagradable; sin embargo, los que lo trataban en el casino tenían una estupenda opinión de él. Mi padre lo estimaba mucho. Me decía que tenía una gracia única para contar chistes.

- Sí. Eso tengo oído, pero con nosotros era un auténtico hijo de puta. A mi cuñada Carmen (¿te acuerdas de ella? Se casó con tu amigo Carlos)- Miguel asintió con la cabeza- le tenía la guerra declarada. Tuvo que matricularse en el instituto para poder aprobar el inglés. Sus risotadas no las aguantaba.

Al pasar el paredón que se levantaba sobre una de las filas de la calle, empezó a divisarse en el cruce de otras dos, mostrándose tímidamente, la espadaña de la iglesia del colegio.

-Mira, ¡ahí tenemos el colegio!- exclamó Miguel. ¡Cuántos recuerdos!


Antes de que Miguel pudiera doblar la esquina para tomar la calle empinada, que los conduciría a las puertas del colegio, su anfitrión lo cogió del brazo y lo dirigió hacia una callejuela, también pendiente, que bajaba a la parte más llana y abierta de la ciudad.

- ¿Y aquí? ¿Recuerdas quién vivía aquí?- preguntó mostrando con la barbilla otra casa de paredes blancas, de la que sobresalía, en la primera planta, un amplio mirador, escoltado por dos inmensos balcones.

- Sí, lo recuerdo. Aquí vivía nuestra compañera Laura, Laura García- le dijo intentando controlar la emoción que el simple hecho de pronunciar su nombre en voz alta le producía. Traspasar la barrera del silencio, en la que lo había apresado tanto tiempo, lo inquietó.

-  Era muy guapa la chica. A ti se te veía mucho con ella. Se notaba que te gustaba.

 Miguel se quedó sorprendido. Tanto tiempo tratando de disimular sus sentimientos y resultaba que hasta el bueno de Javier se había dado cuenta. Inmediatamente reaccionó para salvar los muebles.

-Era una chica muy guapa y alegre, ¿a quién no iba a gustarle?

- Es cierto- afirmó Javier. A mí me gustaba, pero nunca me dejó que le tirara los tejos. Y mira que me insinué. Pero pasaba de mí a las claras. Desde que se fue a Francia ha venido muy poco por el pueblo. Siempre en ocasiones contadas. Hace poco estuvo aquí para traer las cenizas de su madre.

-  ¿Ha muerto la madre? ¡Vaya! No sabía nada.

- Sí, se ha quedado sola en París. Su hermano quiere que se venga para España. Su hermano Pablo, ¿te acuerdas de él? Se casó con una chica del pueblo y viene mucho por aquí, aunque vive en la capital.

Miguel volvió a asentir con la cabeza y continuó preguntando.

-  Y, ¿cómo se encuentra ella?

- Muy bien. Ya madurita, porque los años no pasan en balde, pero mejor conservada que nosotros, que lo que hemos ganado en carne lo hemos perdido en pelo- volvió a sentenciar mientras se sonreía-. Sigue manteniendo su figura, su melena ondulada y su cautivadora sonrisa, pese a que la vida sentimental suya ha sido un auténtico fracaso, según tengo oído. Además es una eminencia en eso de la traducción.

Miguel no quiso saber mucho más sobre el recorrido sentimental y profesional de Laura, y sólo preguntó:

-¿Tienes su teléfono o su dirección electrónica? Me gustaría darle el pésame.

- No, yo no, pero mi cuñada Carmen sí. Ahora la llamo y te lo consigo. Hazme una perdida para que pueda ponerte un wasap.

Una vez acabado el recorrido, volvieron de nuevo al Llano y a la altura de la iglesia de Guadalupe, Javier se despidió.

-Miguel, en cuanto hable con mi cuñada, te envío el mensaje con el número. Ya quedamos nosotros para terminar el trato. ¿Vas a estar muchos días por aquí?

- Sí, algunos estaré, pero mañana iré a la capital a ver a Juanito.

-Vale. Dale recuerdos, aunque supongo que lo veré en Semana Santa. Vendrá como cada año a tocar el tambor. Es ‘colinegro’, como yo- detalló con orgullo.




 - Ya lo sé, y de los apasionados. De pequeño ya apuntaba maneras. Siempre andaba con el tambor de aquí para allá. ¡Buenos conciertos nos daba en casa! Mi madre esos días consumía las aspirinas a toneladas.

- Así es, Miguel- confirmó Javier, riéndose a mandíbula batiente-.  Ése era y ése es el propósito, que suene bien y no parar de tocar. En la mía, aún se me quejan cuando me da por ensayar, pero es lo que hay. ¡Bueno! Lo dicho. Nos vemos.

- Muy bien, Javier. Nos vemos. Y no te olvides del teléfono- insistió.

Miguel enfiló la avenida deseoso de llegar a su casa. Tenía una necesidad imperiosa de revisar  a conciencia sus libros, sus papeles, sus discos…, todo lo que formó parte de su pasado y que ahora necesitaba con urgencia.

 Una vez dentro, abrió la puerta del salón y se fue derecho al mueble, donde descansaba en silencio el equipo de música que su padre, un gran melómano, había adquirido apenas salieron al mercado los primeros modelos. Tras la puerta de cristal ahumado, se adivinaban, perfectamente alineados, los discos de vinilo propiedad de toda familia. En la estantería diseñada para contenerlos, se codeaban  mano a mano Mike Olfied con Sabina, Mozart con Parchís, Plácido Domingo con Alaska, Elvis Presley con Los Secretos…, todos ellos conviviendo en callada y feliz armonía. Tras comprobar que el rimero de discos seguía manteniendo intacto el orden cronológico riguroso, establecido y dictaminado por su progenitor, rebuscó en la década de los ochenta.

La guitarra de Mark Knopfler, “National Style 0”, ilustrando la portada, delató la presencia del LP, objeto de su pesquisa. Era el quinto álbum de los Dire Straits, “Brohers in Arms”, publicado en mayo de 1985. Lo compró en cuanto se puso a la venta. No pasó ni un solo día desde que lo adquiriera, en el que dejase de escuchar una y otra vez cada uno de los temas. Después vendría el olvido intencionado y la determinación de no volver a escucharlo nunca más. Sin embargo, ahora necesitaba con todas sus fuerzas refugiarse en los brazos del recuerdo y envolverse con la bruma nostálgica y embriagante de una de sus canciones. En la cara A, ocupando el último puesto de la lista, aparecía, durmiendo apaciblemente en los surcos negruzcos y enigmáticos de su memoria, la balada que lo iba a llevar a recuperar todos sus sueños perdidos, la que se habría convertido en el himno de su amor por Laura, la que tantas veces había deseado poder susurrarle al oído si el destino no se hubiera ensañado con ellos.

Extrajo el disco de la carpeta, lo acarició con mimo, lo depositó en el plato y dejó caer sobre él la aguja del tiempo. Los gemidos de la guitarra, quejosos y esperanzados, se confundían con el rumor afónico y excitado de su alma.

El aviso del móvil lo hizo volver a la realidad. Vio los 14 dígitos, que lo separaban de Laura, y no se lo pensó dos veces. Marcó uno a uno cada número como si le fuera la vida en ello, como si con esos leves toques arrancase también una a una las espinas enquistadas en su corazón, reconciliándolo con el destino. Tras el último número, una voz le hizo desenterrar en un instante todo el alud de sentimientos de un pasado, que el tiempo había sepultado. Sin embargo, en este momento ya sólo le importaba el presente, y el presente sí era de ellos.

-¿Laura? ¿Laura García?

- Sí, soy yo.










La estancia seguía impregnándose con los dulces acordes de la melodía. La voz sedosa y melancólicamente nasalizada del cantante entonaba las palabras engarzadas en rosarios de versos. Versos que encerraban en su significado toda la esencia de lo que un día quiso decir a Laura y nunca pudo:

“Nuestro amor empieza a brillar en rojo y oro
y todo lo demás no importa.
 ¿Para qué preocuparse?". (Nota4)





Nota 1. La lucecita roja. Azorín.
Nota 2. Omnium scientiarum princeps Salmantica docet". La Universidad de Salamanca es la primera en la enseñanza de todas las ciencias.
Nota 3. La insoportable levedad del ser. Milan Kundera.
Nota 4. La gaya ciencia. F. Nietszche.
Nota 5. "Our love comes shining red and gold  and all the rest is by the way. Why Worry”.