lunes, 31 de diciembre de 2012

EL FORASTERO



               Subía por las escaleras que conducían a su calle. Una calle peatonal, que se elevaba por encima de la plaza y que rivalizaba en orgullo con la Iglesia parroquial. Sudaba. Acababa de jugar con su diábolo azul y amarillo en el Llano. Lo llevaba enrollado a la cuerda debajo de sus axilas. Las manos libres para poder apoyarse en la gastada baranda de aquellas empinadas y añosas escalerillas. Acudía a su casa para adecentarse y volver a salir por la noche a pasear. A pasear y a lo que se terciase. 
               Corría septiembre. Aún no había comenzado el curso y tenía que aprovechar todos los momentos del día para jugar en la calle y relacionarse con sus amigas. El otoño solía ser frío y no invitaba a realizar juegos a cielo raso. Y en el crudo y largo invierno de aquellas tierras montañosas, los juegos y las relaciones sociales habían de hacerse bajo techo. Aun así, se corría el riesgo de sufrir sabañones. Por eso estaba decidida a aprovechar al máximo cada minuto y cada segundo de sus ya escasos días de vacaciones. Iba inmersa en sus pensamientos; primero, merendar, luego arreglarse. Se pondría aquel vestido rojo ribeteado en azul marino. Era muy coqueto. Se gustaba con él. Y, como por la noche ya empezaba a refrescar, se llevaría la chaquetita compañera por si arreciaba el frío. A la par tarareaba una canción de moda. La había escuchado tanto durante el verano, que, a pesar de su mala memoria para recordar las letras, ese estribillo se había instalado de ocupa en su cabeza y no dejaba de habitarla. “Dile que tu amor es para siempre, dile que por su cariño mueres, dile, dile y dile te adoraréeeeee”. Y no dijo nada. Sólo oyó una voz a sus espaldas que la arrancó de sus pensamientos.
     - ¡Niña, niña! 
Se paró en seco, se giró y se encontró de frente con un apuesto joven. La triplicaba en estatura. Era evidente aun estando cinco peldaños por debajo de ella. En un instante, lo fotografió con la mirada. Le pareció mayor aquel desconocido, si bien era verdad que a sus diez años cualquier mozalbete podría ser considerado un adulto. Le pareció mayor y...forastero. Ella se conocía a todo el pueblo sin distinción de raza, sexo o edad. Podía incluso ubicarlos en la zona donde vivían. Y a veces (eso ya le costaba un poco más) hasta podía establecer la relación de parentesco con otros paisanos. Aunque no siempre, pues todavía se ruborizaba al recordar el patinazo que dio delante de una amiga por hacerse la graciosa. Nombró a dos muchachos por sus apodos con una maliciosa intención bromista y los dos chicos no eran sino sus primos hermanos . Pidió disculpas, pero aprendió la lección. Desde entonces supo que había que tener cautela en las relaciones humanas si no se quería ofender gratuitamente. Se puso en guardia.
     - ¡Niña! 
Era apuesto el muchacho. Moreno, muy moreno. De piel y de cabello. ¿Serían así los gitanos de verde luna del romance que les leyó un día su maestra?-, se preguntó. Los ojos hacían juego con la piel. No eran marrones ni amielados, sino negros. Negros como la noche. Y todo ese negror destacaba aún más por la blancura inmaculada de su sana y hermosa dentadura y la camisa blanca y pantalón a juego que lucía.
     - ¡Niña! 
No dejaba de mirarlo con esa mirada entre desconfiada y expectante, que asomaba en sus azules pupilas siempre que se encontraba ante una situación inesperada. 
     - ¿Me llamas a mí? 
Todos en el pueblo la llamaban por su nombre y, aunque era una niña, no se identificaba con tal apelativo. 
     - Sí, sí, a ti.
No le preguntó su nombre, su bonito nombre del que se sentía muy ufana. Y se dio cuenta en ese momento de que el interés del forastero no se centraría en ella. 
     - ¿Conoces a Beatriz Martín Soria? Una chica de la que me han hablado. Me han dicho que es muy guapa y que vive en esta misma calle. ¿La conoces? 
¡Claro que la conocía! Eran vecinas. Casa arriba y casa abajo. Unos pocos años mayor que ella. Morena también, como el forastero. Y con unos grandes ojos negros que humillaban hasta al mismo azabache. De mediana estatura, pero, en palabras de sus hermanos, era guapísima y estaba muy buena. Supo por los gestos, que ellos hacían al realizar tales afirmaciones, que la bondad a la que se referían no era precisamente la espiritual. No significaba eso que la chica fuese mala. Significaba sencillamente que sus adolescentes y granulosos parientes pasaban en esa etapa de su vida de cualquier valoración que no fuera la física. Sus agitadas hormonas estaban ciegas ante cualquier chispazo espiritual.
    - La conozco, sí. Somos amigas y vecinas -le dijo. 
    - ¿Es ésta su casa? -le preguntó muy seguro, señalando con el índice una hermosa casa de tres pisos de ladrillo rojo, que se alzaba majestuosa frente a esas escaleras en las que se encontraban. Por el color de la fachada y por la elegancia de su “cierre” y sus balcones la casa destacaba entre todas las que se alineaban en esa calle de una sola acera. No eran malas las otras, no. Sin embargo, la casa roja era la mejor. Se adivinaba ya desde el exterior el poder adquisitivo de sus moradores. Eran gente con posibles, y el forastero lo sabía. Y la niña también lo sabía. Y contestó.
     - Sí, aquí vive. 
Algo la inquietó en la actitud de aquel forastero. Algo que no acertó en ese momento a comprender. Entonces sólo comprendía lo obvio: un chico muy guapo, muy bien informado sobre dónde vivía Beatriz, la buscaba sin conocerla. Ignoraba si eso era bueno o malo.
     - ¿Sabes si saldrá esta tarde? 
     - Creo que sí, respondió. Todas las tardes salimos  -añadió con pueril candidez.
     - Dile, si la ves, que quiero conocerla.
La niña ni negó ni afirmó. Se quedó por un momento paralizada observando cómo se alejaba con paso firme hacia el Paseo Real aquel apolíneo y esbelto joven. Le faltó tiempo para correr a la puerta de la casa roja para buscar a Beatriz. ¡Qué suerte! -pensó. Se pondrá muy contenta cuando sepa que un forastero tan guapo la busca. 
     - ¡Bea!, ¡Bea! 
La puso al tanto de todo, salvo de su inquietud. Había algo en ese forastero que no le gustaba, pero no alcanzaba a saber qué podría ser. 
     - ¡Es guapísimo, Bea, guapísimo! Y ha preguntado por ti ¿Vas a salir? 
     - Seguramente saldré, aunque mi madre se encuentra hoy “malusquilla”. Sí, sí, saldré. Si mejora, saldré  -afirmó entusiasmada.
     - Si sales, nos veremos en el Paseo.
               La niña de un brinco y en un segundo se plantó en su casa. Nunca llegó a saber con certeza si se encontraron aquella noche Bea y el forastero. Sus inoportunas anginas le impidieron saciar su curiosidad. La fiebre y el comienzo de la escuela la absorbieron en los días posteriores. Sin embargo, sí recordaba que algún día de aquel otoño se habían conocido. Alguien le dijo que Bea salía con el forastero, que ya había hablado con el padre de su amiga y que éste le había dado permiso para iniciar una relación. Un día, por azar, oyó que su padre hablaba con su madre. De Bea. Y prestó atención.
     - La hija de José tiene novio. Es forastero. Está terminando la carrera. José está muy contento con este noviazgo. Por fin podrá olvidar al otro.
El otro era Luis, el legal, el conocido, el paisano. La niña sabía que este joven, guapo e inteligente, por el que sentía entrañable afecto, no le gustaba al padre de su amiga como yerno. Se negaba a emparentar con esa familia. Eran enemigos irreconciliables. Los nuevos Montescos y Capuletos de su pueblo. Estaban en las antípodas ideológicas. Separados por la brecha de la intolerancia de las dos Españas. A Romeo y Julieta los unió la muerte. A Bea y a Luis los separaba la intransigencia y la irrupción oportuna de un forastero. 
               La niña con el paso del tiempo se convirtió en una jovencita. Nunca supo si preguntó por otra chica algún otro forastero, porque, apenas cumplidos los dieciséis, abandonó el pueblo tras una desgracia familiar. Siguió con su vida en otras tierras. Se dedicó a otras empresas. Nunca volvió a jugar con su diábolo. En la distancia le llegó la noticia del casamiento de Bea con el forastero. Supo que seguía bellísima y que había sido madre en varias ocasiones. Y supo también que aquel atractivo forastero que un día la buscó sin conocerla, dilapidó su fortuna y a punto estuvo de arruinar la propia vida de su amiga. Comprendió entonces el motivo de su rechazo hacia aquel joven. Dicen que se marchó. Tal vez por las mismas escaleras que, desgraciadamente para Bea, lo condujeron hasta ella. Sólo aquella suntuosa casa roja se salvó de su desmedido afán por la vida fácil. Y en esa casa, cuna de sus ancestros, su amiga recuperó la alegría y la vitalidad que le fueran arrebatadas un día cualquiera, ya muy lejano, de aquel nostálgico setiembre. 
               Y allí continúan intemporales aquellas escaleras, como testigo impertérrito del trasiego de otras niñas, que han podido y podrán ser abordadas por otros codiciosos forasteros.

MjH