La carta II
La carta III
“Porque en la vida de un hombre no solamente ocurren las cosas. (…) Uno también construye lo que le ocurre. Lo construye, lo invoca, no deja escapar lo que le tiene que ocurrir. Así es el hombre. Obra así incluso sabiendo o sintiendo desde el principio, desde el primer instante, que lo que hace es algo fatal. Es como si se mantuviera unido a su destino, como si se llamaran y se crearan mutuamente. No es verdad que la fatalidad llegue ciega a nuestra vida, no. La fatalidad entra por la puerta que nosotros mismos hemos abierto, invitándola a pasar". (El último encuentro. Sándor Márai)
Se rompió. Tras leer la carta, Miguel se rompió y
los numerosos añicos, en los que se partió su alma, lo lastimaban en lo más
vivo, si es que aún le quedaba algo con vida en el centro de su ser, e incluso
lo herían hasta en lo muerto, que era ya demasiado. El baluarte de defensa,
levantado metro a metro con firme voluntad de hierro desde el mismo instante en
que Laura dejara la ciudad sin despedirse siquiera y construido con frío mármol
de lágrimas, de martirizantes torturas, de paralizantes silencios, de esperas
inútiles, de desoladoras desesperanzas, de orgullo herido, de recurrentes
inculpaciones, se desmoronó en un segundo. El sentimiento aniquilador que le
produjo la despedida a la francesa de la joven, desapareció como castillo de
arena arrasado por una ola imprevista e irascible. Ahora, en este momento, sólo
sentía el dolor punzante del infortunio sacudir sus adentros y tamborear todo el
territorio de aquel cuerpo vencido y cansado. Y sentía, más que nada, una
enorme conmiseración por ambos. ¡Víctimas! ¡Eran víctimas! Laura y él no habían
sido sino víctimas del caprichoso azar, víctimas de su propia castración
emocional, de una timidez rabiosa, de una inseguridad aplastante. Pudieron
haberlo tenido todo y habían vivido sin nada. Y aquel desencuentro los había
conquistado plenamente, privándolos del goce de un amor profundo y sincero. A pesar de que los años y la crudeza de la vida,
instalada con saña en la suya, lo habían endurecido y que de aquel joven romántico,
soñador y sensible, quedaba ya muy poco en el hombre maltrecho de hoy, se
estremeció. De su interior brotó una estéril rebeldía, insólita e incontrolable,
contra el brutal destino. Vencido por el peso de su derrota, entró en un abatimiento
demoledor.
Sin calibrar
la duración de su catalepsia, levantó los ojos del amarillento papel mientras
retumbaba en su cerebro un canto repetido y acuciante:
"Miguel:
Te quiero mucho y te querré toda la vida. Solo tú por y
para siempre.
para siempre.
¿Quieres ser mi novio?
Laura"
Como pudo, dobló la cuartilla y la guardó en el
bolsillo de su americana. Se puso de pie buscando inflexible la salida de aquella buhardilla,
revestida de recuerdos, que le provocaba un efecto asfixiante. Difícilmente
pudo enderezarse. Una vez que lo logró, se ajustó la chaqueta, lanzó un último
vistazo al habitáculo y se plantó en las escaleras. No se detuvo a cerrar la
puerta por la que fluían, como leves y desconcertadas mariposas, remembranzas
inquietantes. Con la mirada fija en los peldaños de la estrecha y sinuosa
escalerilla, los bajó con rapidez. De inmediato se encontró en la calle, donde
aspiró a pecho abierto bocanadas de aire fresco de aquella primaveral mañana.
Tan pronto como consiguió estabilizarse, paseó con su mirada todo el entorno y
volvió a sentirse fascinado por lo que
su vista abarcaba. El mismo sol, la misma luz, el mismo paisaje de entonces, y
la misma carta, aunque de Laura y ¡toda una vida sin ella! Y ya era imposible
recobrar el pasado. Ni siquiera el presente les pertenecía. Su empecinamiento
en huir, con energía inquebrantable, de los recuerdos acabó por borrar
implacablemente el ayer, que ambos compartieron. El tiempo en sus tres fases había desaparecido para
ellos desde que, aquella aciaga tarde de un relumbrante día, también primaveral,
el azar, ayudado por su enfermizo autismo emocional, se encargase de bloquear
su corazón, destruyendo vilmente su presente y su futuro juntos.
********************
Esa
mañana, como tantas otras de un junio atípico,
salió nuevamente de su casa con la esperanza de encontrarse con ella. Iba completamente
decidido a aclarar, de una vez por todas, una situación, que le pesaba como una
piedra de veinte toneladas colgada al cuello. Habían transcurrido apenas dos
semanas desde que finalizara el curso, dos semanas de salidas continuas a
cualquier hora del día, como un autómata programado, con la única intención de
encontrarse con aquella chica morena que lo trastornaba. El episodio de la
carta había alterado sus planes y lo había alterado también a él, que volvió a
meterse en su caparazón temeroso de cometer cualquier otro error irremediable.
Aquel acontecimiento en la clase del Ogro había provocado entre ellos un
alejamiento imprevisible, que fue agrandándose paulatinamente con el paso de
los días, y le hizo ser aún más cauto en su proceder. La miraba, la observaba y se contenía.
Fue notando en la chica una actitud de desapego, que provocaba en él un efecto
narcotizante y acabó por ahogar cualquier intento de acercamiento. Un marasmo
de impresiones contradictorias y absurdas lo mantenían fuera de juego. Algo de
orgullo, de un orgullo paranoico, vino a sumarse a su ya atávica timidez. “No
me quiere”- se decía. “Laura no me quiere. ¿Para qué insistir?” No obstante, una
vez terminado el curso, Laura y sólo Laura ocupó el centro de sus pensamientos.
Terminar con el tormento de la duda llegó a ser su único desafío. Si Laura no
lo quería, aceptaría de buen grado el rechazo, por mucho que le costara
digerirlo. Si lo amaba, aunque fuera la décima parte de lo que la amaba él,
sabría saborear a su
lado, una a una, todas las letras de la palabra “felicidad”. Su resolución de declararse no admitía más dilaciones.
Se dirigió al parque con el convencimiento de
que sería el lugar idóneo para encontrarla. Si eso no fuera posible, preguntaría
por ella a sus amigas. La peña siempre solía andar por aquellos andurriales.
Era su lugar de encuentro.
Al
cruzar la avenida, miró a un lado y otro de la calle y sus ojos se encontraron
con un Citroën Tiburón de color negro, que en vacaciones de verano y en Navidad
solía transitar por el pueblo. Era el coche de los tíos de Laura. Su vista lo
escudriñó con rapidez acompasada al ritmo de la marcha y únicamente pudo
avistar una larga y ondulada melena negra decorando la luna de atrás del vehículo,
cuya visión se desvanecía a medida que el coche avanzaba y tomaba la dirección
de la salida del pueblo, donde terminó por desaparecer. Una fría y salvaje
sacudida, envuelta en el plumaje
plomizo de la incertidumbre y de la frustración, lo golpeó de lleno.
¡Laura no estará en el parque!- pensó, e inmediatamente hizo un conato de
volver sobre sus pasos. En ese mismo instante, oyó una voz lejana gritar su
nombre.
-¡Miguel, Miguel!
Miró y los vio. Carlos y Carmen, la feliz
pareja, corrían apresuradamente a su encuentro.
-
¡Hola!- los saludó algo desconcertado.
-¿Vas
al parque?- le preguntó Carlos-. La peña nos espera cerca del templete de la música.
Se está organizando una 'fiestuki' para esta noche en el cortijo de Daniel y hay
que ultimar los detalles. Vamos a ver qué se cuentan éstos.
Los
siguió, no porque tuviera la santa intención de asistir a fiesta alguna. Los
siguió porque necesitaba saber de Laura.
-¿Irá
toda la panda?- preguntó.
-
¿Laura también irá?- volvió a preguntar sin pensárselo un momento.
-¿Laura?
Laura se ha marchado hoy a París. ¿No lo sabías? Y como no tiene el don de la
ubicuidad, no podrá hacerlo - aseveró Carmen entre explosivas risotadas.
-
¿A París?- preguntó Miguel con una mezcla de extrañeza y estupor.
-
A París. Ha decidido adelantar su viaje allí para ir familiarizándose con el
francés. Estudiará en La Sorbonne. Al final, sus viejos la convencieron.
La
cara de Miguel se descompuso. Carmen se percató y continuó con su perorata.
-
Pero, ¿es que no sabías nada?- le preguntó un tanto perpleja-. Si lo sabe toda
la peña…
-
Ya, pero estos últimos días he salido
poco y no la he visto- explicó Miguel como pretexto, tratando de ocultar su
aturdimiento-. Me habría gustado despedirme de ella- añadió con un halo de
tristeza en sus pupilas.
Cuando estaban a punto de entrar en el parque,
Pepe el tonto, que siempre andaba apostado en el muro de la puerta para pasar
revista a todas las jovencitas que la traspasaban y saludarlas con su ya
habitual “ buen manotazo en las posaderas”, se les acercó.
-‘Coleguis,
coleguis’ ¿tenéis un ‘cigado’?, ¿tenéis un ‘cigado’?- les pedía con
insistencia.
Miguel
buscó en sus bolsillos y sacó un paquete de Ducados. Vio que le quedaba uno y
se lo dio al muchacho.
-‘Gacias’,
‘gacias’. Muchas ‘gacias’, amigo- le dijo,
dándole una afectiva palmada en la espalda para regresar de nuevo a montar guardia
en su garita a cielo raso a la espera de otra desprevenida víctima.
Pepe
el tonto, como se le conocía en la ciudad, era un mozalbete de mediana
estatura, muy delgado, casi esquelético, y con entradas prominentes en los
occipitales, demasiado pronunciadas para su edad, lo que le daba un extraño aire
de inteligencia, desmentido por una abultada boca, siempre abierta, que
mostraba alargados, picudos y salientes dientes, semejantes a las teclas
desniveladas de un piano, y le conferían a su rostro una sonrisa sempiterna. El muchacho era muy
popular entre los jóvenes, de algunos de los cuales había recibido más de una
reprimenda y más de un pescozón por llevar a la práctica su deporte favorito en
la persona de alguna hermana, prima, amiga o novieta. No obstante, salvo estos
pequeños amagos de contacto manual con las partes traseras de alguna chica, no
era para nada peligroso y sí bastante sociable. Se contaba en los mentideros de
la ciudad que una vez se cruzó con tres muchachas a las que, dada su tendencia
enamoradiza, no dejaba de mirar y piropear con la cabeza vuelta para atrás, lo
que le impidió ver el saliente de una ventana, que estuvo en un tris de echar abajo
de un cabezazo. Se quejaba del dolor con grandes gemidos y aspavientos y
gritando incesantemente: “Eso ha ‘sío’ por ‘migar’, por ‘migar”, frase repetida
hasta la saciedad, lo que le costó ser rebautizado con un apodo sobreañadido,
“El migón”. Contaban
también que, cada vez que se encontraba con alguna de aquellas muchachas, se
echaba mano a la cabeza con gesto de dolor y repetía de continuo: “Por migar’,
por ‘migar”.
¡Cómo le hubiese gustado a Miguel haber tenido
una pizca de la inconsciencia del chaval para poder haber vencido la timidez
que lo había apartado de Laura! De haberla tenido, posiblemente hoy no se vería
en esa situación de desaliento.
Aprovechando
que se había quedado sin tabaco, lo utilizó como excusa para regresar a su
casa. No le apetecía nada estar con los amigos sabiendo que Laura no
aparecería. Además sentía unas enormes ganas de llorar y, de haberse sentido
con fuerzas, habría buscado una ventana con saliente para darse cabezazos
contra ella, como Pepe, pero esta vez lo
haría de forma voluntaria y merecida.
-Adelantaos
vosotros- les pidió. Voy a comprar tabaco. Ahora vuelvo.
Se marchó de allí con los ojos brillantes y el
corazón opaco. Y no regresó ni ese día ni el siguiente. Nunca más volvió a
pisar el parque en el corto espacio de tiempo que pasó en la ciudad.
Sin la
presencia de Laura, las calles, las plazas, el parque…, todo el entorno en suma, se había trasformado en
un cementerio, y, aunque se sentía un muerto viviente, un rayo de lucidez le
bastó para evitar arrastrar su desdicha entre conocidos. Le urgía salir de
allí, hacia otro lugar, en el que los recuerdos no estuvieran tan vivos, un
lugar que no le trajese a la memoria ni su imagen ni su aroma, donde nadie lo
conociera y no se viera forzado a disimular su abatimiento. Y así, de la noche
a la mañana, tomó la decisión de poner tierra de por medio y adelantar su viaje
a Salamanca, donde ya estaba previsto que empezaría sus estudios de Medicina.
Su padre, salmantino de nacimiento y
castellano de pura cepa, había pedido traslado a la tierra de sus ancestros
para que sus cuatro hijos pudieran estudiar, como lo hiciera él, como lo
hiciera su padre, y el padre de su padre y varias generaciones de Jáimez, en su
prestigiosa Universidad (Nota1). Había que seguir la tradición y, a pesar de que ellos no se establecerían allí
hasta bien pasada la Navidad, Miguel iría a casa de los abuelos paternos una
vez iniciado el curso. La decisión de marcharse anticipadamente fue muy bien
acogida por la familia. De esta forma, al tiempo que se ambientaba, ayudaría a
gestionar todo lo relacionado con el traslado.
Y
partió otra mañana calurosa de aquel
verano hostil hacia su nuevo destino, con el convencimiento
contumaz de que todo su pasado era ya historia y tenía que quedar enterrado
allí, bajo los muros invisibles de aquella ciudad, en la que tanto había
querido, en la que tanto había soñado, en la que tantas esperanzas albergara. Su
voluntad, lo único que le quedaba para seguir viviendo sin Laura, tenía que triunfar. Era
su única arma para superar el fracaso. Mediado julio, se subió al tren sin
echar una última mirada a esa tierra, que se había propuesto no pisar nunca
más. Y se marchó con la mirada fija en
el paisaje que se iba revelando a su paso, si bien su mente se agazapaba
díscola entre escenas de un pasado, que ya no regresaría.
Las
hileras de olivos del campo andaluz corrían al compás del tren, que las
despedía con silbidos roncos al tiempo que abría con ganas sus metalizados
brazos al desfiladero de Despeñaperros para darle la bienvenida a la vasta
llanura manchega. De tarde en tarde, viejos molinos de viento se alzaban en la
distancia, poniendo una nota de ensueño en el paisaje tantas veces recorrido por
Don Quijote. Miguel cerró los ojos y no pudo evitar ver a Alonso Quijano arremeter
contra ellos, como si de gigantes se tratara. No contra ellos, pero sí contra
los monstruos de sus atormentados pensamientos hubiera querido luchar con la
misma fe del Caballero de la Triste Figura. Eso precisamente es lo que anhelaba
ser, un personaje de ficción para pedirle a su creador una nueva oportunidad
con el fin de recomponer sus pasos, de deshacer sus entuertos, como hizo
Augusto Pérez ante Unamuno. Pero la vida seguía a ritmo vertiginoso, con la misma velocidad de la máquina, que lo conducía hacia un futuro incierto.
****************
Abrió lo ojos y miró de nuevo el
parque, buscando en vano la menuda figura de Pepe, apoyado sobre los muros de
la puerta que daba a la avenida, como una prolongación más de su estructura. Pero
treinta años eran muchos años para que las cosas y las personas se mantuvieran
inmutables. ¡Quién mejor que él podría saberlo! ¡Eran demasiados años! ¡Casi toda una vida! La vida que se le había escapado
por la ventana y ya no habría oportunidad de rescatarla. Así de leve era
el ser (Nota1), sin posibilidad de retorno para poder
remediar errores. Volvió a sentir en lo más profundo de sus entrañas el
punzón lacerante del abatimiento y el intrincado laberinto de su impotencia sin 'ariadnas' solícitas, que acudiesen en su ayuda para encontrar una salida. "Si el tiempo se repitiera, si retornarse eternamente (Nota2), tal vez pudiera encontrar la ocasión de enmendarlos; en cambio, sin esa
contingencia, cualquier esfuerzo para remediar el pasado será fallido. Lo que
pasó, pasó. Intentar recuperarlo es una falacia”- se dijo.
En la calle, la clara luz de la mañana seguía
reverberándose en la enjalbegada fachada de aquella casa familiar, que había
sido testigo mudo de su niñez y de su juventud. Ni la luz translúcida del
Mediterráneo ni la sombría claridad de la monumental Salamanca habían podido
desbancar en hermosura la imagen luminosa, alojada en su retina, de esta ciudad,
tan cerca siempre de su corazón y, a la vez, tan lejana.
Por un momento su espíritu se sosegó, al tiempo que una
idea potente y obsesiva lo iba invadiendo. Tenía que hablar con Laura. Tenían
que verse. Ambos se lo debían. Se debían, al menos, una conversación. Ese
encuentro necesario tenía que producirse. Ahora sí, ahora que ya conocía el alto
precio de las indecisiones, pondría todo su empeño en que ese encuentro tuviera lugar cuanto antes. El destino estaba en deuda con ellos y él le iba a
exigir el pago.
Cuando estaba
a punto de entrar en el interior de la vivienda, oyó su nombre. Se giró y se
encontró de frente con unos ojos vivarachos y familiares en un cuerpo desconocido,
al que le costaba poner nombre. Hizo un enorme esfuerzo para retroceder en el
tiempo, aplicándole un ‘ photoshop’ apresurado a aquel hombre corpulento, que, sin
duda, había sido un personaje más de su pasado.
-Buenos días, Miguel. Soy Javier, Javier Naranjo. No
creo que me recuerdes. Hace siglos que no nos vemos. Fuimos amigos en la niñez
y compañeros de colegio- lo saludó mientras extendía la mano.
- ¿Qué tal, amigo? ¡Cuánto tiempo!- alargó la suya y
estrechó con fuerza aquella mano rugosa, marcada por la dura faena del campo.
- Bien, muy bien, aunque ya ha llovido desde que nos
vimos por última vez. A tus padres y a tus hermanos los seguí viendo. Ellos
nunca dejaron de visitarnos. Les gustaba esta tierra. Por ellos he sabido de ti.
Y por Juanito, que se ha hecho de los nuestros. Tú te perdiste en tierras
norteñas y no quisiste saber nada más de tus amigos del Sur- le soltó con esa
socarronería propia del campesino andaluz.
- Sí, Javier, me perdí-confirmó-. Nunca mejor dicho.
Pero así es la vida. Nos atrapa y nos lleva por donde quiere para acabar
secuestrándonos. Ya tenía ganas de volver, aunque haya sido demasiado tarde.
- ¿Sigues en
Barcelona? Me enteré por Juanito de tu accidente. Una fatalidad. Pero te
encuentro muy recuperado.
- Allí sigo. Más recuperado, sí, pero sin poder
volver a operar. No he conseguido recobrar la movilidad de la mano derecha. Y
en estas condiciones, es imposible seguir con mi trabajo. Aunque tengo que estar
contento, por lo menos salvé la vida.
- ¡Por
supuesto! Eso es lo que ya importa, seguir vivitos y coleando- sentenció Javier
con la clara intención de cambiar de tema-. Por cierto, vengo a ver si llegamos
a un acuerdo sobre la casa. Hablé con tu hermano y me dijo que estarías hoy
aquí, que me entendiera contigo. ¿Quieres que vayamos a tomar un café mientras
tratamos el tema?
- Claro que sí- afirmó Miguel- ¿No deseas antes
entrar y comprobar el estado en el que se encuentra?
- No. No es necesario, Miguel. La conozco bien. Acuérdate de las veces que jugué en tu patio. Además ya me la enseñó Juanito
cuando decidisteis venderla. Es perfecta. Lo que buscaba. Se casa mi Javier en breve, ¿sabes? y,
como se queda en el pueblo, quiero regalarle la vivienda. A los jóvenes que no
abandonan el campo hay que premiarlos- le dijo mientras tocaba el brazo
de Miguel en un gesto cómplice.
Los dos
hombres se dirigieron hacia el Llano, buscando uno de los numerosos bares diseminados
por toda la plaza, en cuyas entrañas venían a nacer o a morir varias calles,
que apuntaban en todas las direcciones de la ciudad.
-¿Quieres que demos una vuelta por el pueblo?- le
propuso amablemente Javier una vez que terminaron de hablar de los pormenores
de la transacción-. Así podrás recordar los años que viviste con
nosotros- añadió.
- Sí, claro. Me encantará. Llegué anoche y no me ha
dado tiempo a ver nada.
- Vamos a empezar por el colegio. No sé si sabes que
se construyó otro nuevo en las afueras. El antiguo sólo se conserva como
convento para las monjitas, aunque la iglesia ya no está abierta al culto.
Subieron una cuesta poco pronunciada y giraron a la
derecha para acceder a la arteria principal, una calle estrecha y alargada, que
desembocaba en la zona norte de la ciudad. En un determinado momento, Javier
señaló con el dedo la fachada de una casona antigua de dos plantas, cuya puerta,
enmarcada en cenefas de mármol, mostraba un escudo familiar. Dos enormes
ventanas con salientes custodiaban el león coronado del blasón, situado en el
mismo centro del dintel de un robusto portón de roble. Sobre él, una colosal
balconada en hierro forjado, sujeta en su base por soportes a vista, también de
hierro, quitaban protagonismo a dos ventanas, más altas que anchas, recubiertas
por celosías de la misma madera que el portón y festoneadas por el mismo
mármol.
- ¿Recuerdas de quién era esta casa?- le preguntó.
- Claro que lo recuerdo. ¡Buenos sustos nos daba!
Era la casa del Ogro. ¿Vive aún?
- Sí. Aún vive. Pero, cuando se jubiló, vendió la
casa y se marchó a la capital. Todavía recuerdo el último incidente contigo.
Aquello fue apoteósico. No se me olvidará nunca lo blanco que te pusiste. Tan
blanco como esta pared- le dijo, tocando con la mano la fachada encalada y
resplandeciente de una vivienda-. Nunca quisiste contarnos qué hiciste para enfadarlo
tanto. Y eso que a ti te guardaba el aire.
- ¡Cualquier tontería! El Ogro no necesitaba
pretextos para saltar. Saltaba por lo más insignificante. Era buen profesor,
pero muy desagradable; sin embargo, los que lo trataban en el casino tenían una
estupenda opinión de él. Mi padre lo estimaba mucho. Me decía que tenía una
gracia única para contar chistes.
- Sí. Eso tengo oído, pero con nosotros era un
auténtico hijo de puta. A mi cuñada Carmen (¿te acuerdas de ella? Se casó con
tu amigo Carlos)- Miguel asintió con la cabeza- le tenía la guerra declarada.
Tuvo que matricularse en el instituto para poder aprobar el inglés. Sus
risotadas no las aguantaba.
Al pasar el paredón que se levantaba sobre una de
las filas de la calle, empezó a divisarse en el cruce de otras dos, mostrándose
tímidamente, la espadaña de la iglesia del colegio.
Antes de que Miguel pudiera doblar la esquina para
tomar la calle empinada, que los conduciría a las puertas del colegio, su
anfitrión lo cogió del brazo y lo dirigió hacia una callejuela, también
pendiente, que bajaba a la parte más llana y abierta de la ciudad.
- ¿Y aquí? ¿Recuerdas quién vivía aquí?- preguntó
mostrando con la barbilla otra casa de
paredes blancas, de la que sobresalía, en la primera planta, un amplio mirador, escoltado por dos inmensos balcones.
- Sí, lo recuerdo. Aquí vivía nuestra compañera
Laura, Laura García- le dijo intentando controlar la emoción que el simple
hecho de pronunciar su nombre en voz alta le producía. Traspasar la barrera del
silencio, en la que lo había apresado tanto tiempo, lo inquietó.
- Era muy
guapa la chica. A ti se te veía mucho con ella. Se notaba que te gustaba.
Miguel se quedó sorprendido. Tanto tiempo tratando de disimular sus sentimientos y resultaba que hasta
el bueno de Javier se había dado cuenta. Inmediatamente reaccionó para salvar
los muebles.
-Era una chica muy guapa y alegre, ¿a quién no iba a
gustarle?
- Es cierto- afirmó Javier. A mí me gustaba, pero
nunca me dejó que le tirara los tejos. Y mira que me insinué. Pero pasaba de mí
a las claras. Desde que se fue a Francia ha venido muy poco por el pueblo.
Siempre en ocasiones contadas. Hace poco estuvo aquí para traer las cenizas de
su madre.
- ¿Ha muerto
la madre? ¡Vaya! No sabía nada.
- Sí, se ha quedado sola en París. Su hermano quiere
que se venga para España. Su hermano Pablo, ¿te acuerdas de él? Se casó con una
chica del pueblo y viene mucho por aquí, aunque vive en la capital.
Miguel volvió a asentir con la cabeza y continuó
preguntando.
- Y, ¿cómo se
encuentra ella?
- Muy bien. Ya madurita, porque los años no pasan en
balde, pero mejor conservada que nosotros, que lo que hemos ganado en carne lo
hemos perdido en pelo- volvió a sentenciar mientras se sonreía-. Sigue
manteniendo su figura, su melena ondulada y su cautivadora sonrisa, pese a que
la vida sentimental suya ha sido un auténtico fracaso, según tengo oído. Además es una eminencia en eso de la traducción.
Miguel no quiso saber mucho más sobre el recorrido sentimental y profesional de Laura, y sólo preguntó:
-¿Tienes su teléfono o su dirección electrónica? Me
gustaría darle el pésame.
- No, yo no, pero mi cuñada Carmen sí. Ahora la
llamo y te lo consigo. Hazme una perdida para que pueda ponerte un wasap.
Una vez acabado el recorrido, volvieron de nuevo al
Llano y a la altura de la iglesia de Guadalupe, Javier se despidió.
-Miguel, en cuanto hable con mi cuñada, te envío el mensaje
con el número. Ya quedamos nosotros para terminar el trato. ¿Vas a estar muchos
días por aquí?
- Sí, algunos estaré, pero mañana iré a la capital
a ver a Juanito.
-Vale. Dale recuerdos, aunque supongo que lo veré en
Semana Santa. Vendrá como cada año a tocar el tambor. Es ‘colinegro’, como yo-
detalló con orgullo.
- Ya lo
sé, y de los apasionados. De pequeño ya apuntaba maneras. Siempre andaba con el
tambor de aquí para allá. ¡Buenos conciertos nos daba en casa! Mi madre esos días consumía las
aspirinas a toneladas.
- Así es, Miguel- confirmó Javier, riéndose a
mandíbula batiente-. Ése era y ése es el
propósito, que suene bien y no parar de tocar. En la mía, aún se me quejan
cuando me da por ensayar, pero es lo que hay. ¡Bueno! Lo dicho. Nos vemos.
- Muy bien, Javier. Nos vemos. Y no te olvides del
teléfono- insistió.
Miguel enfiló la avenida deseoso de llegar a su
casa. Tenía una necesidad imperiosa de revisar
a conciencia sus libros, sus papeles, sus discos…, todo lo que formó
parte de su pasado y que ahora necesitaba con urgencia.
Una vez
dentro, abrió la puerta del salón y se fue derecho al mueble, donde descansaba
en silencio el equipo de música que su padre, un gran melómano, había adquirido
apenas salieron al mercado los primeros modelos. Tras la puerta de cristal
ahumado, se adivinaban, perfectamente alineados, los discos de vinilo propiedad
de toda familia. En la estantería diseñada para contenerlos, se codeaban mano a mano Mike Olfied con Sabina, Mozart con
Parchís, Plácido Domingo con Alaska, Elvis Presley con Los Secretos…, todos ellos
conviviendo en callada y feliz armonía. Tras comprobar que el rimero de discos
seguía manteniendo intacto el orden cronológico riguroso, establecido y
dictaminado por su progenitor, rebuscó en la década de los ochenta.
La guitarra
de Mark Knopfler, “National Style 0”,
ilustrando la portada, delató la presencia del LP, objeto de su pesquisa. Era
el quinto álbum de los Dire Straits, “Brohers in Arms”, publicado en mayo de
1985. Lo compró en cuanto se puso a la venta. No pasó ni un solo día desde que lo adquiriera, en el que
dejase de escuchar una y otra vez cada uno de los temas. Después vendría el
olvido intencionado y la determinación de no volver a escucharlo nunca más. Sin
embargo, ahora necesitaba con todas sus fuerzas refugiarse en los brazos del
recuerdo y envolverse con la bruma nostálgica y embriagante de una de sus
canciones. En la cara A, ocupando el último puesto de la lista, aparecía,
durmiendo apaciblemente en los surcos negruzcos y enigmáticos de su memoria, la
balada que lo iba a llevar a recuperar todos sus sueños perdidos, la que se habría
convertido en el himno de su amor por Laura, la que tantas veces había deseado
poder susurrarle al oído si el destino no se hubiera ensañado con ellos.
Extrajo el disco de la carpeta, lo acarició con mimo,
lo depositó en el plato y dejó caer sobre él la aguja del tiempo. Los gemidos
de la guitarra, quejosos y esperanzados, se confundían con el rumor afónico y excitado
de su alma.
El aviso del móvil lo hizo volver a la realidad. Vio
los 14 dígitos, que lo separaban de Laura, y no se lo pensó dos veces. Marcó
uno a uno cada número como si le fuera la vida en ello, como si con esos leves
toques arrancase también una a una las espinas enquistadas en su corazón,
reconciliándolo con el destino. Tras el último número, una voz le hizo desenterrar en un instante todo el alud de sentimientos de un pasado, que el tiempo había sepultado. Sin
embargo, en este momento ya sólo le importaba el presente, y el presente sí era
de ellos.
-¿Laura? ¿Laura García?
- Sí, soy yo.
La estancia seguía impregnándose con los dulces
acordes de la melodía. La voz sedosa y melancólicamente nasalizada del cantante
entonaba las palabras engarzadas en rosarios de versos. Versos que encerraban
en su significado toda la esencia de lo que un día quiso decir a Laura y nunca
pudo:
“Nuestro amor empieza a brillar en rojo y oro
y todo lo demás no importa.
¿Para qué preocuparse?". (Nota4)
Nota 1. La lucecita roja. Azorín.
Nota 2. “Omnium scientiarum princeps Salmantica docet". La Universidad de Salamanca es la primera en la enseñanza de todas las ciencias.
Nota 4. La gaya ciencia. F. Nietszche.
Nota 5. "Our love comes shining red and gold and all the rest is by the way. Why Worry”.
Maravillosa también esta última entrega de esta historia de amor adolescente que condiciona la vida de Miguel y Laura. Me recuerda a la película de los Taviani CINEMA PARADISO.
ResponderEliminarLa introspección al detalle, los recuerdos de un pasado irremisiblemente ido, los toques culturales de la época, el salto temporal materializado en el cambio de grafía y, en fin, el toque humorístico de "El migón", ponen un broche de oro a esta entrañable y, ay!, nostálgica historia de amor
Gracias, Juan Manuel. Todavía no tengo yo muy claro que esta historia acabe aquí, que me he "encariñao" con los personajes. ;) Besos.
ResponderEliminarprecioso ,preciosa historia de amor
ResponderEliminarGracias, anónimo, quien quiera que seas. Saludos
ResponderEliminarEs una historia de amor que es la realidad de muchos adolescentes de los años 60 y 70. Al leerla me ha trasladado a mi juventud y a las maneras de "LIGAR" de la época.
ResponderEliminarEspero con impaciencia "La Carta V", y si no fuese posible me predispongo a escribirla yo.
Marcelino.
Anímate, Marcelino. Mi historia para La carta V se está forjando. La tengo ya casi amueblada en mi cabecita. Casi todo el universo de la historia está ahí, pero siempre será enriquecedor leer otro recorrido. Como ves, todo esto da para una novela. Es cuestión de ir añádiéndole personajes y subtemas. Un abrazo y gracias por leer y comentar.
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