(Cruz de La Roldana, en memoria de Doña Isabel de Arrebola, "La Roldana", de Luque un pueblo con encanto https://www.facebook.com/photo.php?fbid=300213386764585&set=a.300213336764590.70708.100003277779860&type=1&theater)
En este romance fronterizo-morisco narro en verso la leyenda que existe en Luque sobre la historia de una dama valiente, La Roldana, que, antes de morir desangrada tras serle cortados los pechos, tuvo el arrojo de matar al moro que la hirió de muerte. En el pueblo, a la entrada por la calle La Fuente, se levanta una cruz , que recuerda este suceso. Esta historia pudo suceder unos años antes de la batalla de Lucena (1483), en la que el Conde de Cabra, ayudado por las milicias luqueñas, derrotó e hizo prisionero a Boabdil el Chico, último rey nazarí de Granada. Un romance, escrito en el siglo XIX, por el poeta de Baena, Francisco Valverde y Perales (http://www.enluque.es/biografias/valverde-perales.htm), recoge algunos momentos de esta leyenda. Este romance, junto a otros datos históricos, aparece incluido en "Historia de la Villa de Luque", de Antonio Arjona Castro y Vicente Estrada Carrillo (http://www.enluque.es/paginas/historia/historia_estrada/la-roldana.htm)
Desde aquí muestro mi agradecimiento a estos historiadores que, con su ingente labor de investigación, nos han brindado a todos la posibilidad de conocer mejor la historia de nuestro pueblo. Este agradecimiento lo hago extensible a José Baena Moreno, que en su magnífica página web ( www.enluque.es) nos acerca ese saber a todos los que nos encontramos alejados de nuestro Luque natal.
Una mañana de mayo,
florida, azul, aquietada,
con el sol en el Levante
al tiempo que alboreaba,
por el camino que lleva
a una fuente fresca y clara,
a caballo tres jinetes
van en rauda
cabalgada
a pasear por el
campo,
que ya el buen tiempo
ayudaba.
Dos varones distinguidos,
de figura, no de ánima,
(cuya estirpe por cobarde
es mejor no recordarla,
más vil que la de Carrión,
tal es su baja calaña)
escoltan a una señora,
acompañan a una dama,
que posa sus escarpines,
broslados con fina plata,
en las espuelas de oro
del alazán que montaba.
Un grajo surcaba el cielo
y sus cabezas pasaba
cayendo muerto delante
del caballo de avanzada.
(Que este no es un buen
agüero.
Nada bueno presagiaba).
No descifran los jinetes
esta señal desgraciada
y dejan la fortaleza
con actitud confiada,
pues buscan la fresca sombra
allá en la vega baja,
donde árboles y frutos
el paisaje decoraban:
perales y limoneros,
ciruelos e higueras bravas,
granados y naranjales
y manzanas tan doradas,
que el jardín de las Hespérides
de su fulgor recelaba.
¡Frondoso era aquel edén
con el agua que manaba!
La mujer es tan hermosa
que en el Condado es de fama.
Doña Isabel es su nombre,
de Arrebola apellidada,
mas la villa la conoce
como la bella Roldana,
esposa de un capitán
curtido en mil batallas.
Y, sin ser hija de condes
ni familia de monarcas,
en sus ardorosas venas
sangre noble albergara,
sangre osada y aguerrida,
sangre briosa y bizarra,
sangre de aquellos guerreros,
que Luque reconquistaran.
Y allá en los verdes llanos
de las tierras hortelanas,
resguárdanse en una gruta,
que en una loma se
alzaba,
rayana a unos rosales
de rosas rojas y
blancas.
Cuando felices se
encuentran,
y placenteros se hallan,
el silencio del oasis,
el solaz de la mañana,
lo desgarra un estruendo,
que hasta el infierno llegara.
"¡Al arma!" se oye en los cerros.
Y en las laderas, "¡al arma!"
Por toda la Serranía,
de La Tiñosa a La Lastra,
por los montes, por los valles,
hasta la Sierra de Cabra,
opaco el eco repite:
“¡Al arma! ¡Todos, al arma!”
Ya suenan los añafiles,
ya las trompas encorvadas,
con tanta fuerza se tocan,
con tanto ardor son tocadas,
sordo queda el centinela
y los que con él estaban
en la cima del castillo,
en las almenas más altas.
Desde allí divisarían
una polvareda blanca,
que levantan los caballos
de los moros de Granada,
que vienen de escaramuza
a la frontera cristiana.
Muchos miles de soldados
forman aquella algarada.
Las gentes que están allende,
afuera de la Alcazaba,
prestos suben los caminos,
prestos van por las cañadas;
campesinos con jubones,
que las tierras laboraban
y mujeres que su ropa
junto al riachuelo lavaban.
Unos olvidan sus trillas,
sus almocafres y azadas.
Otras, sus hatos de tela
y sus largas sayas pardas,
que han de salvar la
vida,
porque la vida es sagrada.
Ya están todos a resguardo
tras las seguras murallas,
que no así los tres jinetes,
que extramuros aún se hallaban
deleitando sus sentidos
junto al manantial de agua.
Allí los sorprende el moro,
allí el moro los cercara,
y aquellos dos caballeros,
que de tal no tienen nada,
huyen como lo que son,
cobardes de mala laya,
abandonando a Isabel
a su suerte malhadada,
que solo acierta a esconderse
tras una espinosa zarza,
¡y la descubre el pagano,
el de la negra
celada!
Al verla tan indefensa,
tan joven y tan lozana,
corre detrás de la presa
con deseos de ultrajarla.
La dama, que es harto audaz
y asaz ferviente cristiana,
su gran virtud la defiende
con las uñas y las
garras.
Libidinoso el infiel
no dejaba de acosarla,
si no la puede tener,
¡por Alá!, que allí
la mata.
Con un alfanje
afilado,
que en la diestra
enarbolaba,
de dos tajos muy
certeros
sus dos pechos le
cortara.
(¡Feliz se muestra el
ingrato
con tan alevosa
hazaña!)
También quitarle la
vida
pretende con su
alabarda,
mas la valiente Isabel
al punto se la
robara,
y en medio del
corazón
se la dejó bien
clavada,
que no le faltó el
arrojo,
que se espera de su
raza.
Y pese al desmán
sufrido,
las fuerzas aún no le
fallan
y en sus delicadas manos
sus lindos pechos portaba,
sus dos rojas
amapolas,
sus amapolas
tempranas,
y galopó a la jineta
por la pendiente
escarpada
con presteza de
alcanzar
la sólida barbacana.
Cuando avistaba Hisn Lukk,
donde estaba su
morada,
su vida se fue
apagando,
porque estaba
desangrada.
Cayó de bruces al
suelo,
muy cerca ya de la
entrada,
junto a una peña
caliza,
que hacia el Tajo
miraba.
En brazos de su marido,
que había salido a
salvarla,
exhaló el postrer
suspiro:
así murió La Roldana.
El capitán no gemía,
pero sus ojos
lloraban.
Las gotas que
desprendían,
una laguna formaban.
De su garganta afligida
escaparon tres palabras,
alarido que llegó
al palacio del Alhambra.
¡Venganza al
moro!, gritó,
gritó con todas
sus ganas.
El feudo muy dolorido
y sus huestes
apenadas,
todos gritaron unidos:
¡Venganza al moro!,
¡venganza!
MjH