-¡El tonto!, ¡el tonto!, ¡el
tonto!…- coreaban los niños sin cesar.
La niña se detuvo en seco, dejó
de saltar a la comba y, algo sobrecogida, miró instintivamente hacia el lugar
de procedencia de aquellas voces ensordecedoras, que no paraban de sonar.
Y lo vio. Vio a aquel muchacho
extraño y desgarbado, cuya presencia siempre provocaba la misma algarabía, con
un pie en la plaza y el otro en el último tramo de la calle pendiente, que
venía a desembocar en la zona llana del pueblo. Lo recibía una jauría de niños vociferantes convirtiéndolo
en el centro de su atención.
-¡El tonto!, ¡el tonto!, ¡el
tonto!…- seguían coreando los niños, como
si fueran un disco rayado, envolviendo aquel desvaído cuerpo en un círculo
cerrado, rodeado por todos los lados, sin posibilidad de huida.
La niña no dejaba de mirar,
aunque un miedo incontrolable la iba invadiendo poco a poco, adueñándose de su
minúsculo cuerpo, que amenazaba con desplomarse por el tembleque incontrolado de
sus flacas piernas, que se movían como un flan recién hecho. Decidió abandonar aquel lugar y empezó a
enrollar su cuerda. Al mismo tiempo que la enrollaba, no dejaba de volver la
cabeza para mirar al muchacho, protagonista absoluto de la escena. Lo miraba
con compasión, de la misma forma que solía mirar a los pajarillos caídos de
algún nido.
-¡El tonto!, ¡el tonto!, ¡el
tonto!…- era la cantilena infantil, eterna y estridente, que continuaba
retumbando en el aire.
Con su saltador ya liado, corrió deprisa, muy deprisa, tan
deprisa que sus zapatos rozaban sus posaderas como si fueran los palillos de un
tambor en pleno apogeo. Quería abandonar la plaza cuanto antes y como fuera.
Ansiaba desaparecer de allí.
Era una acción repetida cada vez
que aquel chaval hacía acto de presencia en su entorno. Fuera cual fuera la
tarea a la que estuviera dedicada, la daba por terminada y huía como un conejo
perseguido en busca de su madriguera, tratando de encontrar cualquier sitio, seguro
y alejado, donde parapetarse y desde el que pudiera observar sin ser vista.
Una vez a salvo, tomó posiciones detrás de uno
de los pilares, que soportaban las barandas
de la calle peatonal, desde la que se dominaba todo el Llano. Desde su
atalaya, se disponía a no perderse el más mínimo detalle de los movimientos del
chico y de su jaleoso séquito.
Aquel muchacho moreno, de ojos grandes y muy
abiertos, que andaba entre desconfiado y feliz, al ritmo de extraños tics y llamativos
aspavientos, atraía mucho su atención. Había algo en él que la desconcertaba. Era
diferente a todos los demás chiquillos del pueblo. No sólo por su aspecto, desaliñado
en su particular aliño, sino también por su desprotegida soledad. Siempre solo,
expuesto a las burlas inconscientes de la chiquillería, sin nadie que pudiera
socorrerlo del acoso. A la niña le
costaba entender su desprotección ante enemigos tan diminutos e
insignificantes. Y le costaba entender el motivo del ataque del que era objeto
un día sí y otro también. Y, sobre todo, no concebía verlo sin ningún amparo. ¿Y
sus padres? ¿Por qué no vienen sus padres a ayudarlo? ¿O su familia o sus
amigos?- se preguntaba reiteradamente. Le dolía tanta soledad.
A pesar de que tenía asumido que
los niños podían formar piña y emprenderla contra cualquiera, lamentaba aquel acoso rutinario y prolongado,
como una agonía inacabable. También era verdad que formaba parte de los
costumbres de un pueblo con escasos entretenimientos para los menores. Por eso,
en todo momento, cualquier rareza se convertía en el objetivo de sus juegos, un
objetivo, cuya único fin era la diversión. Había que divertirse con quien fuera
y como fuera. También para ellos, el fin justificaba los medios, a pesar de que
Maquiavelo aún quedaba muy lejos de su conocimiento y de su ámbito.
En alguna que otra ocasión, ella
había sido presa de esos ataques infantiles y había llegado a sufrir en sus propias carnes el dolor de la humillación
y de la impotencia antes de salir airosa del aprieto. Unas veces que si el pelo,
otras que si los andares y otras porque sí. No había conseguido olvidar cómo un corte de
pelo a lo garzón se convirtió en excusa para que la tomaran con ella. Cada vez
que salía a la calle con su nuevo “look”,
una voz musical, a la que se sumaban otras de timbres diferentes, pero
con el mismo tono imberbe, surgía detrás de un rosal, bajo un banco de piedra,
tras los gruesos troncos de las acacias, entre las chumberas… y al unísono
lanzaban su grito de guerra.
-¡La pelona, la pelona, la pelona…!
Y a ella le molestaba. ¡Claro que
le molestaba! Le molestaba mucho, pero no se amilanaba. Y les plantaba cara. Y les respondía con alguna otra palabra
ofensiva, que pudiera fastidiarlos, o los amenazaba con apedrearlos o con
decírselo a sus hermanos, que eran muchos y más grandotes. Todo eso surtía
efecto y acababan por dejarla en paz. Tanto ella como los demás chicos,
hostigados ocasionalmente, podían luchar contra los hostigadores en igualdad de
condiciones y sabían defenderse. Ella lo hacía. Los demás lo hacían. Por eso
sus entendederas no alcanzaban a comprender que aquel muchacho descomunal no lo
hiciera, o al menos ella nunca lo vio defenderse. Nunca lo vio ni tirarles
piedra ni pegarles ni lanzarles algún insulto hiriente. El muchacho se limitaba
a mirarlos con los ojos muy abiertos y llenos de terror, esperando un milagro
que le devolviera la tranquilidad y apartara de su lado aquel enjambre sonoro.
La niña, por más que se esforzaba, no
terminaba de entender qué tenía el muchacho que lo diferenciara tanto de los
demás hasta convertirlo en el objeto de sus burlas. Ciertamente era un muchacho
solitario, inofensivo, grandullón y envuelto en extraños movimientos. Esto era verdad, pero ¿acaso
justificaba ser atacado de aquella manera? No obstante, sí comprendía el miedo
ajeno ante su presencia. ¿Cómo no iba a comprenderlo si ella también lo sentía? Pero lo que se escapaba a su comprensión eran los sentimientos
contradictorios, oscilantes entre la compasión y el pánico, que le provocaba el
muchacho.
Un día supo que tenía nombre. Alguien debió pronunciarlo con voz potente
y ella, que estaba atenta, lo pilló al
vuelo y lo retuvo. Se llamaba Antonio, un nombre muy corriente en el pueblo,
porque ese era el nombre de muchos de los chicos que lo perseguían y
acosaban. Se llamaba Antonio, igual que el santo pequeñito, que ocupaba una de las
hornacinas de la ermita, al que acudían las mozas en edad de merecer para
pedirles un buen novio. Se llamaba Antonio, como aquel tatarabuelo, cuya historia
escuchó con atención de boca de su madre cuando preguntó sobre el origen de un
sable viejo, que andaba en el desván perdido entre otros objetos desusados.
Aquel tatarabuelo, que un día muy lejano partió
a luchar contra los franceses y
volvió del brazo de una mujer muy rubia, muy alta y muy delgada, tan delgada como una espiga, que chapurreaba
el castellano y a la que en el pueblo se la conocía como “la Gabacha”. Se
llamaba Antonio como tantos conocidos, amigos o familiares del lugar.
Para diferenciarlo de los demás Antonios,
alguien debió decidir que había que ponerle un mote, pues era lo habitual entre
los paisanos. Y ello, más que ofensivo, era socorrido. Ayudaba a identificarlo
debidamente. Además, todos los habitantes del pueblo tenían el suyo. Era algo
muy propio y aceptado, sin mediar contrato ni consenso. Y nadie se molestaba
por ello.
Desde que supo el mote, que le había tocado en
suerte al muchacho, tuvo claro cómo nombrarlo cuando se refería a él: “El
tonto”, la misma expresión que en este instante llenaba insistentemente la
atmósfera, aunque ella no acabara de descubrir el alcance de aquel
calificativo.
Antonio el Tonto era alto, altísimo, inmensamente alto, tan alto como
un gigante. Así debieron parecerle a Gulliver los hombres que encontró cuando llegó a la región
de Brobdingnag en uno
de sus viajes. De una altura excesiva para su edad, sobrepasaba al
resto. Si alguna vez se topaba con él de improviso por alguna calle de su
pueblo, a su lado la niña se sentía como una “minililiputiense”, como una
hormiga que, en cualquier momento, podía ser aplastada de un pisotón. Su
escuálida delgadez contribuía a extremar aún más su altura. Y su descompostura
en el ropaje le aportaba a su cuerpo un aire
sumamente desgalichado, como si la ropa lo infestara de desidia. Su tez
lucía un moreno intenso, moreno de sierra o de corralón, que le recordaba la
cara de los negritos, que decoraban las huchas del Domund, lo que la llevaba a pensar en un posible origen exótico, aunque
tampoco descartaba que su color se debiera a que pasaba mucho tiempo al aire
libre.
Antonio el Tonto destacaba en el centro del
círculo, sin que esa corpulencia llegara a intimidar a sus acosadores ni un
solo segundo. Se hallaba totalmente perdido. Sus grandes e inocentes ojos
negros se movían incansablemente hacia todos los lugares, como las agujas
descontroladas de un reloj, implorando protección. Unos ojos, asustados y
recelosos, que, mientras su cuerpo avanzaba, los fijaba atemorizado en los
niños que lo rodeaban formando un corro como si fuera Carnaval.
El sentimiento de empatía con el Tonto se
desbordó, porque también ella se había sentido así, desamparada, el día en el
que se perdió en la feria. Y recordó el desaliento y el espanto que sufrió. Se
había soltado de la mano de su hermana mayor cuando caminaba a su lado entre
todo aquel gentío, que afluía al ferial. Había mucha gente extraña en la plaza y
costaba trabajo abrirse paso. De repente, se soltó y se encontró sola en medio
del bullicio. Una banda de música, cuyos integrantes llevaban casacas rojas, como
las de los ejércitos ingleses en pie de guerra, se le venía encima con sus
trompas, sus trompetas, sus flautines, sus tambores…, que producían un sonido,
cada vez más estrepitoso. Miraba desconsolada para todos lados buscando una
cara familiar, pero no encontraba ninguna. Y gritaba y corría y nadie venía a
socorrerla. Engullida por el miedo y devorada por la soledad, se puso a llorar desconsoladamente y a andar con desconcierto y desorientada. Y comenzó a bajar,
dando traspiés, por unas escaleras. Ese fue su último recuerdo. Después,
silencio y sombras. Cuando abrió los ojos, se hallaba tendida sobre una mesa y
con miles de caras compungidas, que cambiaron su expresión al verla recobrar la
consciencia. Entre todas, adivinó la de su padre, que le curaba una brecha en
la frente. Al verlo, se sintió tan reconfortada y arropada que el dolor de la
herida desapareció.
La misma sensación de desamparo debía de
sentir Antonio entre los miembros de aquel ejército infantil.
-¡El tonto!, ¡el tonto!, ¡el
tonto!…- gritaban los niños cada vez con más fuerza.
Una señora se acercó al grupo,
cogió del brazo a uno de los chicos y, mientras lo zarandeaba, increpó con
fuerza a los demás, que paulatinamente fueron apartándose del muchacho a la par
que la plaza quedaba en silencio.
Antonio el Tonto se atacó los
pantalones, apretando bien la soga que los sostenían a modo de cinturón, abrió
de nuevo sus grandes y espantados ojos negros, miró de soslayo examinando la
situación y, cuando vio el campo despejado, ya más tranquilo, con los tics y
las convulsiones atenuadas, prosiguió su camino. Enfiló derecho hacia el Paseo
Real, tomó la cuesta que lleva a la
ermita y desapareció de su vista. Los niños se dispersaron buscando nuevas
diversiones.
La niña también abandonó su
posición y se marchó a su casa. Una vez en ella, buscó a su madre. La halló en
la cocina preparando el almuerzo. La besó y le preguntó sin rodeos:
-Mamá, ¿por qué es malo ser
tonto?
Su madre dejó la sartén, que en
ese momento manejaba, sobre la hornilla, suspiró hondo, se sentó en una mecedora, la cogió en brazos, la
miró a los ojos y le preguntó:
-¿Por qué crees tú que es malo
ser tonto?
- Porque Antonio el Tonto,
cuando los niños lo llaman así, se asusta y se pone muy triste.
- ¿Y por qué sabes tú que se
entristece?
-Porque lo veo, mamá. Se le ponen
los ojos brillantes. Creo que llora. Y no me gusta que llore-aseveró la niña
mirando a su madre con ojos anhelantes de respuestas.
La madre cogió la mano de la niña y afirmó:
- Se pone triste porque se lo
dicen para hacerle daño y él lo percibe.
- Entonces, si se da cuenta de
eso, no será tan tonto- contestó la niña.
- Claro que no es tonto. Antonio
no es diferente a vosotros, aunque los niños lo vean así. Antonio sigue siendo un
niño, a pesar de su considerable altura. Un niño grande. Su mente no ha crecido
al mismo tiempo que su cuerpo y mantiene la inocencia de los primeros años. Es
como tú, pero en un cuerpo enorme.
- A mí me da pena, mamá. Me da mucha pena de que se metan con él, pero
también me da miedo, y no sé por qué. Él nunca le pega a nadie, ni lo corretea,
ni lo insulta. Pero como es tan grande, temo
que se enfade y me pise sin querer y me aplaste, aunque él sólo se
dedica a estar, a pasar o a mirar. ¿Es eso malo?
- No, hija, no. No lo es. Sin
embargo, los seres humanos podemos llegar a ser muy crueles con nosotros mismos
y mucho más con los indefensos. Y Antonio, por su inocencia, es un ser
indefenso. Tú no te metas nunca con él.
-No, mamá. Nunca me meteré con él.
La niña sabía que vivía lejos del
centro, allá por el barrio alto, en una calle de salida, que conducía a la
ermita de San Jorge. Por esa zona lo había visto deambular cuando todos los
años, por abril, en la festividad del santo, acudía con su familia a la romería.
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(Foto de Luque. José Antonio Garrido)
Volvieron a florecer los
almendros uno y otro año, cumpliendo escrupulosamente el designio de la
Naturaleza y tapizando el paisaje de un blanco intenso, que moteaba candorosamente los
grises y verdes de aquel panorama serrano. Volvieron a secarse las espigas uno y otro agosto. Volvió a languidecer el
paisaje con los ocres del otoño y volvieron los inviernos andariegos fortaleciendo con sus aguas la savia nueva. La niña crecía al ritmo del paso de las estaciones. Sus juegos en la plaza fueron poco a poco
sustituidos por otros más acordes con el florecer de su adolescencia. Antonio el Tonto
iba desapareciendo de su vida en un esfumato suave y lento, que borraba sus
contornos y los del corro infantil, vociferante y juguetón.
Y fue otro día de San Jorge,
pasados ya unos años, cuando Antonio el Tonto reapareció en su vida.
Ese día, pese a su porfiada
insistencia, no había podido conseguir que sus padres le dieran permiso para
asistir a la romería por la mañana junto a sus amigos, como era de ley. Acababa
de salir de la convalecencia de una operación de anginas y, si bien estaba casi
restablecida, los padres se oponían a que pasase todo el día bajo el sol
intenso de una primavera cálida, temiendo una posible recaída.
-Sólo irás por la tarde, a
merendar. Te prepararé la masa para hornazo- le dijo su madre con determinación ante su continua y cansina
petición. Y no le quedó otra salida que aguantarse.
Mientras retumbaba en la lejanía el
sonido brusco y fugaz de los cohetes, la niña cogió la masa para su hornazo, la
extendió con un rodillo, lavó un huevo, lo colocó en el centro y lo cubrió con
dos tiras finas de masa, formando una cruz. Una vez terminado el primer paso de
la elaboración, fue hoyando regularmente la masa con el dedo índice, tomó unas
almendras de un bote de cristal y las puso sobre los huecos. Lo espolvoreó de azúcar, lo colocó sobre
una fuente de hojalata, lo cubrió con una servilleta de cuadros y lo llevó al
Horno, que estaba varias casas más arriba. Esperó pacientemente su cocción y
regresó a su casa con la merienda ya lista. Después de almorzar, buscó un cesto de mimbre,
envolvió su hornazo en papel estraza, lo metió en el cesto y emprendió la
marcha hacia la ermita.
El camino, que conducía al lugar, se estrechaba en el último
trecho de la calle en un sendero angosto, que formaba una curva en codo junto a
la puerta de una casa pequeña de dos plantas. En esa puerta, sentadas sobre
unas sillas bajas de enea, se hallaban dos mujeres charlando relajadamente sin
perder de vista el gentío, que ascendía por la vereda. La niña las miró y
descubrió delante de ellas la figura de Antonio, que se hallaba de pie,
inspeccionando el sendero con ojos de sabueso, echándole la vista a todos
los romeros que se incorporaban a la explanada, mientras engullía una
jícara de chocolate y un trozo de pan. Ya no le pareció ni tan gigante ni tan
peligroso ni tan desprotegido. Lo encontró alegre y confiado, reflejando en su
rostro el ambiente festivo de la romería. Ella se fue aproximando lentamente con
algo de reparo, aunque sin el miedo que en otros momentos le producía su
presencia. Al llegar a su altura, el
muchacho se le acercó, ofreciéndole generosa y amablemente su merienda.
-¿Quieres chocolate?, ¿quieres chocolate?- le preguntaba
en un lenguaje apenas comprensible.
-No, Antonio, muchas gracias, llevo un hornazo para
merendar en el prado, y si como chocolate, no podré comérmelo y, si no me lo como, me regañará mi mamá cuando
vuelva a mi casa- le dijo pausadamente, ya sin ningún tipo de temor.
Antonio se apartó para dejarle paso al tiempo que le sonreía.
Lo miró a los ojos y vio tanta bondad en su mirada, que sintió una vergüenza
enorme por haber experimentado por aquel ser, afable e inofensivo, tanto
miedo en el pasado.
-Adiós, Antonio- se despidió devolviéndole la sonrisa.
- Adiós, niña- respondió el muchacho, agitando la mano con la que sostenía el pan.
Una mañana calurosa de verano, la
niña oyó un revuelo de gente, arremolinada delante de las dependencias de los
municipales. Su curiosidad le pudo y salió deprisa para enterarse de lo que
ocurría.
Se arrimó al corro y preguntó. Una señora, con
el semblante serio, contestó algo turbada:
-Antonio el Tonto ha desaparecido.
Anoche no regresó a su casa- añadió entre una nube de murmullos-. Van a salir a
buscarlo.
- Que miren en Los Alamillos. Por
allí pasea con frecuencia- decían unos hombres a los municipales.
- Nosotros nos sumamos al grupo-
añadían otros-. Hay que encontrarlo antes de que se haga noche.
- Nosotros también iremos- comentaban otros.
La niña no pudo seguir
preguntando, porque un nudo en la garganta se lo impidió. Los comentarios de
las mujeres y de los niños no hacían sino acrecentar los temores. Comprendió
entonces que Antonio era más querido por sus paisanos de lo que ella jamás habría
podido imaginarse. Tenía ganas de llorar, pero las lágrimas no le salían.
Miraba a todos lados y se inquietaba por momentos.
Preocupada, tomó la dirección de
su casa, pero antes de que pudiera entrar, unas voces desaforadas la
detuvieron. Volvió la cabeza. Y los vio.
Dos hombres subían por la calle de entrada al pueblo, gritando:
-¡Lo han encontrado! ¡A Antonio lo han encontrado!
La niña se sintió aliviada por un momento. Sin
embargo, ese alivio sólo duró una milésima de segundo, porque a renglón
seguido volvieron a gritar:
-¡Lo han encontrado ahorcado, en Los Alamillos, en un olivo!
La niña se detuvo conmocionada y sintió
un pellizco en el pecho, que apenas le permitía respirar, mientras que unas lágrimas
fugitivas terminaron humedeciendo sus mejillas y regaron el espacio de
sentimiento.
MjH
MjH
Muchos relatos de niños cuenta historias crueles. Esta es una, donde tal vez inconscientemente, los zagales callejeros arrinconan a un pobre disminuido hasta llevarlo a un final trágico. Eso es al menos lo que intuye "la niña" de esta narración, personaje observador de los hechos, externo a ellos, por tanto, pero sentimentalmente implicado en ellos, debido a la curiosidad que siente por la situación y las reacciones del adolescente Antonio, en el cual se centra el texto. Sucesos tristes, que ponen de manifiesto aspectos sombríos de la infancia y la necesidad de educación sentimental y moral. La escritura, como ya nos tiene acostumbrados la autora, aúna el análisis psicológico contenido, sin excesos, y la narración de los hechos, para lograr un relato sustancioso, interior y externo, expresado con un lenguaje elegante, salpicado de elementos de intensificación y expresividad, como es propio del texto literario valioso.
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