Se sentó en el suelo y apoyó la espalda contra la pared. Por encima quedaba el amplio ventanal de su dormitorio, por el que entraba en toda su plenitud la clara luz de aquel día de primavera. Esperaba la hora del almuerzo y había decidido que era el momento adecuado para plasmar en una cuartilla todo el caudal de sentimientos que le inundaban el alma. “¡Ahora o nunca!”, se dijo. “Ahora”, decidió con total determinación.
Los dorados rayos de sol se reflejaban en el
blanco papel, sobre el que apretaban con fuerza sus núbiles manos. Dibujaban
extrañas figuras, que atraían su atención y lo desviaban de su objetivo. Sobre esas
imágenes pasó los dedos una y otra vez,
simulando delinear las siluetas de las irregulares y sugerentes formas mientras maduraba el texto que iba a escribir. Sus ojos viajaban fugitivos por
todo el habitáculo. Trataba de hallar la inspiración en cualquier recoveco, en
cualquier objeto, en cualquier mueble.
Apelaba inconscientemente a las Musas, mas
ninguna acudía en su ayuda. Cayó en la cuenta de que no había musa alguna que
pudiera socorrer a los enamorados en situaciones tan cruciales. Recordó a
Calíope, la de la elocuencia. Pero, ¿necesitaba él elocuencia? “No”, se
respondió tajantemente. No era labia precisamente lo que le faltaba. Por tanto,
no era ella la que la tendría que inspirarlo. ¿Le urgiría, tal vez, el amparo
de Erato? Tampoco de ella necesitaba protección. No pretendía escribir un
poema. De haber pensado en ello, siempre habría sido más acertado recurrir a su
amigo Gustavo (así le gustaba llamar al
poeta romántico Bécquer: lo sentía más cercano, más familiar). Él sí sabía
expresar con sencillez y naturalidad el amor y el desamor. Sus Rimas eran un nutrido venero donde
hallar y extraer algunos versos que estuvieran en conexión con su intenso
sentimiento, con ese sentimiento que trataba de trasladarle a su amada.
Podría decirle: “Hoy la he visto, la he visto
y me ha mirado. Hoy creo en Dios”. Eran socorridos esos versos del sevillano.
Eso sí, se vería forzado a cambiar la
persona gramatical. La original tercera persona podría provocar suspicacias y
terminar fastidiando el asunto. Le gustaba también aquella rima que culminaba
con un verso contundente y muy atinado, como el que había escrito hacía ya unos años en el reverso
de su cuaderno de Literatura: “¡Poesía eres tú!”. Pero no. Quedaba también
descartado. Sonaba cursi. Demasiado pedante. Y él no era así. Además, se negaba
a copiar a nadie por muy buen poeta que fuera. Él sólo pretendía ser auténtico.
Abrir en esa carta su corazón siendo fiel a sus sentimientos. Procurar que su
voz más íntima impregnara el papel con toda su verdad, con toda la profundidad
del amor que lo embargaba. Intentar que ese amor lo traspasara y llegara con
esa misma hondura al corazón de su amada.
Había
sido incapaz de decírselo de viva voz. Y se lo había propuesto muchas veces. Llegó
a ensayar lo que le diría y cómo se lo diría, incluso delante del espejo. Y no
pudo. Cuando se la encontró casualmente el domingo por la tarde, a punto estuvo de hacerlo. Sin embargo, al acercarse,
una fuerza superior lo enmudeció y sólo pudo farfullar unas breves palabras de
saludo. Perdió esa oportunidad. Y ahora se hallaba allí, tratando de recoger en
aquella hoja virginal el pulso de sus sentimientos. Y no sabía ni por dónde
empezar. Práctica no le faltaba. En la ciudad ejercía de “escribidor”, aunque
no hubiera ninguna tía Julia que requiriera sus servicios. Su grácil letra de
trazos marcados y firmes, y su facilidad para redactar lo habían convertido en
el escribano. Eso sí, oficiosamente. Pero era ahora cuando necesitaba de toda
su habilidad y, sin embargo, sus sentidos
parecían haberlo abandonado, dejándolo perdido y desconcentrado.
Un ruido
lo sacó de su ensimismamiento. Miró para la puerta y vio una cabecilla rubia de
pelo muy rizado, que irrumpió repentinamente en el lugar. Era su hermano
pequeño, al que quería mucho. Lo miró sorprendido y no pudo evitar gritarle.
- ¿Dónde
vas?- le preguntó en un tono agrio y amenazador-. ¿No sabes llamar, Juanito? ¡Que
sea la última vez que entras en mi cuarto sin llamar a la puerta!
Apenas
acabó de pronunciar estas palabras, se sintió arrepentido. El niño empezó a
hacer pucheros y con los ojos llenos de asombro, sólo acertó a articular entre
gimoteos:
-Yo, yo…
sólo venía por mi trompo.
Comprendió
que se había excedido, puesto que, al fin y al cabo, el chiquillo no era
culpable de nada. Su propia incapacidad
para solventar sus problemas amorosos y su extremada inquietud habían
provocado una salida de tono impropia de él. Así que se levantó, dejó los
trastos de escribir sobre la cama y se dirigió hacia el pequeño intruso.
-Perdona,
Juanito. Iba a escribir una redacción y, como no lo consigo, me he puesto
nervioso y lo he pagado contigo. Dame la mano, campeón, que vamos a buscar tu
trompo.
El niño
le sonrió, lo agarró fuertemente de la mano y lo llevó al lugar donde solía
guardarlo. El hermano mayor le acarició la cabeza al tiempo que se lo
entregaba. Con el trompo en la mano, el pequeño se marchó contento. Cuando
estaba a punto de franquear la puerta, volvió su cara inocente y dijo muy
bajito:
-Hermano,
la próxima vez llamaré para no asustarte y así no te enfadarás, ¿verdad?
No le contestó,
solo lo miró con los ojos cargados de ternura y le sonrió. Volvió a sentarse.
Escribiría ya lo que fuera. Y lo que fuera sería la verdad. Dejaría que el
corazón lo guiara. Y sabía que su corazón no iba a mentir. En él se albergaba
mucho amor hacia aquella joven. Desde
pequeña ya había empezado a cautivarlo. Le gustaba verla en el parque,
entregada a sus juegos. Le gustaba verla corretear las calles del barrio. Le
gustaba verla en cualquier lugar y en todos los momentos. Tenía algo aquella
chica que atraía su atención. No era como las demás. Destacaba entre todas. Las había
más guapas, más altas, más atractivas…, pero a él le sobraban todas. Era
la única y el foco de su atención. No tenía ojos nada más que para aquella
pequeña de cuerpo ligero, ondulada melena y ojos profundos y serenos. Esa
mirada tierna y desafiante que lo arrastraba hacía ella como un imán y que le
hacía perder la razón cuando, ya adolescentes, se encontraron compartiendo
curso y aula. Fue entonces cuando lo enamoró. Su determinación, la claridad de
sus ideas, su personalidad, su rebeldía, la pasión con que emprendía cualquier
empresa por muy trivial que fuera. Todo. La amaba y sabía que ese amor sería
eterno.
Su
natural timidez se acrecentaba cuando la tenía cerca. Jamás le confesó a nadie,
ni siquiera a sus amigos más cercanos, el amor tan grande que le inspiraba
aquella muchacha. Era excesivamente celoso de su intimidad. Se limitaba a
mirarla cuando ella salía al encerado. O cuando le preguntaban en clase.
Entonces aprovechaba la ocasión para recrearse en su contemplación. Muchas
veces sus ojos se encontraron y él quiso apreciar en su fondo el mismo amor. “¿Será
cierto o un espejismo propio de mi enajenación amorosa?”, se preguntaba con
frecuencia. Dudaba. Unos días pensaba que sí y otros días, que no. Sobre todo
cuando se la encontraba hablando con algún compañero. Entonces se
desmoralizaba. Jamás sintió la tentación de recurrir a la tópica margarita. Ya
se bastaba él mismo para desorientarse. Pero tomó la determinación de
comunicarle sus anhelos. No podía contenerse más.
Ese
curso terminarían el Bachillerato y cada uno emprendería un nuevo camino. Debía
confesarle su amor, porque era la mujer de su vida y no podía perderla. La
ocasión había llegado. Tenía que escribir la carta y, por la tarde,
entregársela. A las seis compartían la clase de idioma y era el momento idóneo
para pasarle la misiva. Si no la tenía lista para esa hora, tendría que esperar
otra semana y su impaciencia no se lo iba a permitir. No podía demorarse más.
Las vacaciones estaban cerca y, una vez finalizado el curso, contaría con menos
oportunidades para verla y para encontrarla a solas. O incluso para hallar
cerca algún objeto suyo, donde dejarle una nota. Hoy podría dársela en mano si
se armaba de valor. Si no, la dejaría en su mochila o en alguno de sus libros, siempre que aprovechara
un instante de despiste de los demás compañeros. Pero antes, había que
escribirla. Y este era su momento.
Faltaba
ya poco para el almuerzo y tenía que darse prisa y aprovechar la coyuntura.
Pero, ¿qué podría decirle a aquella maravillosa chica para que comprendiera que era el amor de su vida? ¿En qué frase podría
concentrar toda la fuerza y la intensidad de sus sentimientos? ¿Cómo podría
transferirles a las palabras la pasión, que ella le despertaba? ¿Cómo
encontrar los términos justos para que supiera que su amor era infinito?
Se dobló
hacía delante totalmente decidido a culminar su obra. Y dejó volar su corazón.
Brotaron las palabras. Eran pocas, pero suficientes. Y se recreó en la lectura
de aquellas letras oscuras, que marcaban de negro el centro de la hoja:
Laura:
Te quiero mucho y te querré toda la vida. Solo
tú por y
para siempre.
para siempre.
¿Quieres ser mi novia?
Miguel
Volvió a
leer lo escrito y sonrió satisfecho. Por fin lo había logrado. Era breve, sí.
Muy breve, pero recogía la esencia de su sentir. Y lo bueno se intensifica con
la brevedad. Al menos eso decía uno de sus filósofos favoritos. Así quedaría.
Dobló con delicadeza el papel, buscó un sobre
entre sus cosas, introdujo la cuartilla, pegó la solapa y escribió en el
anverso: “Para Laura”. Volvió a mirar el sobre, orgulloso de su osadía, y lo
metió en su libro de inglés. Por unos segundos se quedó absorto. Sus ojos
irradiaban un brillo especial. El primer paso ya estaba dado. Ahora tocaba
entregarlo. Y después…Una voz familiar lo volvió a la realidad.
-¡Miguel!,
¡Miguel! La comida ya está en la mesa.
Se sentó en su lugar habitual y comió lo que
se le servía sin proferir palabra alguna. Aunque en su casa no era muy
hablador, su madre se dio cuenta de que algo le ocurría.
-Te veo muy
callado, Miguel. ¿Tienes algún problema?- le preguntó, clavando sus enormes,
bondadosos y negros ojos en los de su primogénito.
- No,
mamá. No me sucede nada fuera de lo normal. Tengo un examen esta tarde y repaso
mentalmente. Quiero aprobarlo- le mintió.
Era una mentirijilla casi piadosa. Piadosa
para sí mismo, ya que necesitaba hacer acopio de toda la tranquilidad del mundo
con el fin de montarse una estrategia de entrega, libre de las miradas de los
curiosos. Tenía que pasarle la carta a Laura sin que nadie se percatase. Y eso
no iba a ser fácil. Ella siempre andaba rodeada de sus amigas. Encontrar el
momento oportuno exigía una buena planificación. Pondría a funcionar sus cincos
sentidos y toda su inteligencia para hallarlo. No podría soportar que alguien
ajeno a ellos dos se diera cuenta de sus
pretensiones. Tenía que evitar con todos los medios a su alcance la
interferencia de algún compañero y, para ello, precisaría de toda su astucia.
Si la encontraba a solas, se la entregaría. Si no se daba esa ocasión,
deslizaría el sobre en su cartera. Esas eran sus opciones. Con esas cartas
jugaría la partida de su felicidad.
Dedicó a
su arreglo personal más tiempo del acostumbrado. Normalmente era muy desastrado. Su madre se lo repetía continuamente. “Miguel, ese jersey tiene
manchas. Miguel, ese pantalón está arrugado. Miguel, esa camisa… ¡Eres un adán!
Siempre tan desaliñado.” Y estaba en lo cierto.
Ese día quería
estar presentable y eligió una camiseta que solía ponerse los domingos. Optó
por dejarse el mismo pantalón con el objeto de no levantar demasiadas sospechas
entre sus compañeros. Notarían algo raro en él y seguro que le preguntaban. No
había que dar muchas pistas. Sin embargo, se perfumó más de lo habitual y se
peinó cuidadosamente, procurando que el flequillo adoptase una forma adecuada.
Ni demasiado aplastado, como si se lo hubiera lamido una vaca, ni demasiado
hirsuto, pues tampoco quería parecer un electrocutado. Con dos pasadas de
peine, se encontró bien. No habría más acicalamiento. ¡La suerte estaba echada!
Eternas
se le hicieron las dos horas de clase previas al encuentro con su enamorada. En
Física, había tenido que copiar los apuntes de su compañero. Su atención a la
explicación del profesor dejaba mucho que desear y no captaba con claridad ni una sola idea. En
Matemáticas, sin embargo, cambió el panorama. Tocaban problemas. Eso le
gustaba. Se puso a resolverlos con el entusiasmo que siempre le ponía a su
asignatura preferida. Lo absorbieron tanto que olvidó la complicada empresa que
tenía que acometer en la siguiente hora. Fue su sedante.
Y llegó
el momento decisivo. Tenía que rematar la faena. Todos los alumnos de Inglés,
procedentes del área de Letras y de Ciencias, se reencontrarían, como de
costumbre, en el Laboratorio de Idiomas. Hacia allí se encaminaba ahora con su
libro y su diccionario. No necesitaba nada más. Miró en su interior y se
cercioró de que el sobre seguía allí. Y entonces la vio. Laura estaba sentada
en la primera fila, plena de serenidad y hermosura. ¡Laura! ¡Su Laura! A su
lado quedaba un asiento libre. ¡Era su oportunidad! Se adelantó a sus compañeros
y se sentó. ¡A su lado! ¡Un sueño! El
destino lo había favorecido, sin lugar a dudas. La saludó. Ella le devolvió el
saludo. Y lo miró con tanta dulzura que un temblor incontrolable se adueñó de
todo su ser. Su cuerpo no le pertenecía. Era de ella, de su vida, de su amor.
¡La amaba con tanta fuerza…! Volvió a comprobar si la carta seguía en su lugar.
No pudo. Una enérgica voz se lo impidió.
-Sr.
Jáimez, déjeme su libro- le exigió su profesor con autoridad.
No supo
reaccionar y se lo entregó. Pero sus manos temblaban y erró en la entrega. El
manual acabó cayendo sobre la mesa y la
carta salió despedida. Al verla, se abalanzó sobre ella como una fiera.
Intentaba evitar que otras manos, y no las suyas, pudieran profanar su joya más
preciada y descubrir su secreto. Pero unas más fuertes se le adelantaron. Unas fuertes y anchas manos, que a punto
estuvieron de aplastar las de él. Eran las del Ogro, el fornido y autoritario
profesor de Inglés. El apodo le venía como anillo al dedo, no sólo por su
físico de dimensiones colosales. Su ácido carácter y su perenne malhumor también
contribuirían a que, nada más llegar al colegio así fuera bautizado para
la posteridad. El Ogro cogió la carta, posó sus ojos en el sobre y lo miró
directamente, esbozando una sonrisa, que pretendía ser cómplice, pero que a
Miguel le pareció odiosa y repugnante.
-¡Qué
bonito es el amor!, ¿verdad, Sr. Jáimez? La primavera hace estragos. ¡Ande,
tome! Y no vuelva a mezclarme el ocio con el negocio. Por esta vez, lo
dejaremos pasar - exclamó con su voz atronadora.
Todos
los alumnos miraban la escena con ojos sorprendidos e interrogantes. El Ogro había
entrado en acción y querían conocer el motivo. Los murmullos comenzaron a
inundar el aula y, por segundos, iban aumentando de volumen.
-Cállense
todos. La clase comienza desde ya y no quiero escuchar ni el vuelo de una
mosca- les ordenó con contundencia.
Miguel
hubiera querido que la tierra se lo hubiera tragado en aquel momento. O incluso
estar muerto, aunque se sentía ya como un cadáver. Ni una gota de sangre
parecía correr por sus venas. Notaba las miradas de sus compañeros atravesarle
el cogote. Los notaba respirar cerca, arremolinados para buscar información. Él
apenas podía moverse. Y tampoco pudo pronunciar palabra alguna. Cogió la carta
y, antes de que los demás, que ya se le echaban encima con morbosa curiosidad,
pudieran leer algo, la rompió, sin ser
consciente de que en aquellos trozos iban también rotas todas sus esperanzas.
Su excitación era tal que casi no podía mantenerse en pie. Por fin consiguió
sentarse. Y se mostró imperturbable durante toda la clase. Sólo la voz de
Laura lo sacó momentáneamente de su hermetismo.
-Miguel,
me dejas un momento tu diccionario- le pidió con su natural dulzura.
Apenas la miró, pero creyó descubrir en sus
profundos y negros ojos una chispa especial, que no acertó a descifrar. Una
chispa, que seguía brillando cuando se lo devolvió. Tomó el libro en sus manos, aún temblorosas. Lo miró con ojos
llorosos y lo dejó caer sobre la mesa.
*
* *
Las
mismas manos de ayer, hoy nudosas y avejentadas, volvían a sostener el diccionario,
vestigio y reliquia del último encuentro
con su primer y único amor. Se lo encontró en el desván de la casa de sus
padres. Estaba curioseando en sus papeles de antaño. Se
hallaba dentro de una enorme caja de cartón en la que aparecía escrito su
nombre... ¡Su diccionario de Inglés! Había trascurrido casi treinta años desde que lo viera y tocara por última vez.
¡Cuántos agridulces recuerdos guardaban sus páginas! Y lo acarició con la misma
suavidad con la que había soñado un día llegar a acariciar a Laura. Creyó sentir su
aroma, aquel aroma fascinante que lo transmutaba. Un cúmulo de sensaciones lo
estremeció. Aquel libro tan anodino era el testigo de su desgracia, de su
autodestrucción, y al mismo tiempo el único recuerdo que conservaba de su
amada. Lo abrió y fue pasando sus hojas
lentamente. Escudriñó cada uno de sus rincones, buscando un retazo de su ayer.
Detuvo su mirada en algunas chuletas. “Pecadillos veniales”, se dijo. Prosiguió con su exploración y descubrió un papel amarillento que sobresalía de una de las solapas de
la cubierta. ¡Era un sobre! “¿Mi carta?”, se preguntó sorprendido. No podía
ser. Recordaba el trágico momento de su destrucción. Y lo recordaba con tanto
dolor como el que había padecido durante toda su vida. No podía ser. Él la rompió. El autismo emocional de su juventud lo llevó a la catástrofe. De todo el pasado era su única certeza. La rompió y con ella mató todo atisbo de felicidad. Nunca
pudo olvidar a Laura, a su Laura, a aquella chica que le robó su alma. Nunca.
Abrió el
sobre con gran desconcierto y mucha prisa. Buscó en su interior y detuvo sus frágiles ojos en unas palabras oscuras que resaltaban en el centro del ya
ajado papel. Y leyó. Y volvió a leer. ¡No podía ser cierto! ¡No era posible!
¡Cómo fue tan cobarde! Y cada una de aquellas letras que lo iban penetrando fue convirtiendo en jirones las fibras de su ya cansado corazón. ¡Era de Laura!
¡Ella también lo amaba! Y no supo verlo.
Miguel:
Te quiero mucho y te querré toda la vida. Solo
tú por y
para siempre.
para siempre.
¿Quieres ser mi novio?
Laura
Es una historia realmente emotiva, desgraciada, que te llega. Y muy bien contada. Enhorabuena.
ResponderEliminarMuchas gracias, Jaramos;) Un beso
ResponderEliminarMe ha encantado todo pero el final es...explosivo...
ResponderEliminarMe ha encantado todo pero el final es...explosivo...
ResponderEliminarEs una historia que para muchos ha sido una realidad. Miguel debería buscar a Laura
ResponderEliminarMiguel y Laura se seguirán buscando. Lo que ignoro aún es si se encontrarán, Marcelino ;) Hay ya en el mercado una 2ª, 3ª y 4ª parte de La carta. Te paso los enlaces por si te apetece leerlas.
ResponderEliminarEn este enlace tienes la 4ª y última, hasta ahora, entrega y los enlaces a la 2ª y 3ª parte:
http://entre52.blogspot.com.es/2014/09/la-carta-iv-un-hallazgo-inesperado.html
http://entre52.blogspot.com.es/2014/09/la-carta-iv-un-hallazgo-inesperado.html
ResponderEliminarEste comentario ha sido eliminado por un administrador del blog.
ResponderEliminar