En memoria de todas aquellas mujeres y hombres, que en los inviernos helados de la Subbética acudían un día y otro día, venciendo las inclemencias del tiempo, a recoger aceitunas mientras el pueblo aún bostezaba. Al amanecer, oía yo desde la cama la algarabía y, a la caída de la tarde, me gustaba apostarme en mi puerta para verlos llegar. En sus caras, cansancio por la faena y satisfacción porque el tiempo clemente les había permitido ganarse el jornal. Por ellos, los aceituneros, con quienes la tierra andaluza, que tanto les debía, fue tan ingrata y los forzó a emigrar.
Murmullos “verdaceituna”
con aromas de romero,
antes de que asome el sol,
llenan las calles del pueblo.
La Aurora abre sus ojos,
lentamente, al despertar,
alumbrando la vereda,
velando su caminar.
Que son los aceituneros,
que van hacia el olivar,
con sus manos justas y recias
han de ganarse el jornal.
Que no le temen al frío,
ni al airado
vendaval
ni a las pendientes rocosas
de la montaña voraz.
No hay enemigo a su altura
ni tan temible rival
que su telúrica fuerza
no pudiera derribar.
Les ronda sólo un peligro,
un irremediable mal,
que el cielo llore sus penas
y los deje sin su pan.
Que van los aceituneros
de tajo, al campo van,
con los capachos al hombro
Mujeres con sus pañuelos,
ellos con gorra lanar,
y en los ojos el coraje
del campesino solar.
Mecen las ramas con maña,
las mueven y, a su compás,
quejumbrosas peteneras,
vienen la tierra a sembrar.
Ya está el olivo apurado,
y en los
suelos, el manjar,
de rodillas
lo recogen,
pero en
pie su dignidad.
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Murmullos
“verdaceituna”
a la vera del ocaso.
Vuelven los aceituneros.
Llegan su pena olvidando.
MjH
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