sábado, 21 de junio de 2014

La carta III: una llamada


Continuación de "La carta I" y "La Carta II"


llamada

(Con mi reconocimiento a los autores de cuatro grandes novelas contemporáneas, que me han hecho reír, sentir y pensar)



"Cuando ante ti se abran muchos caminos y no sepas cuál recorrer, no te metas en uno cualquiera al azar: siéntate y aguarda. Respira con la confiada profundidad con qué respiraste el día en que viniste al mundo, sin permitir que nada te distraiga: aguarda y aguarda más aún. Quédate quieta, en silencio, y escucha a tu corazón. Y cuando te hable, levántate y ve donde él te lleve..." (Donde el corazón te lleve de Susana Tamaro)
                                                         


Sonó el despertador y no cumplió su función de despertar, porque Laura llevaba ya mucho tiempo despierta. Ni siquiera recordaba haber dormido algo. Le ocurría siempre que, por algún motivo especial, debía levantarse antes de la hora acostumbrada. Su desconfianza, adquirida en el transcurso de su vida, le hacía no fiarse ni de las máquinas. Por eso, cuando sonaron los primeros compases de la metálica y cansina melodía, alargó al instante la mano, apagó de inmediato el timbre y, totalmente sumida en la oscuridad y rodeada por el silencio nocturno, se sentó en la cama, cogió el batín, se calzó las zapatillas y se levantó.

A ciegas, se dirigió a la cocina. Estaba tan familiarizada con aquel recorrido que no necesitaba iluminación para reconocerlo. Todo estaría en el mismo lugar en el que ella se lo había dejado unas horas atrás, y la cafetera preparada y los cruasanes muy cerca, salvo que traviesos duendecillos hubiesen irrumpido en su espacio y hubieran dedicado la noche y parte de la madrugada a juguetear con sus cosas de comer, porque en esa casa no vivía nada más que ella desde que su madre cerrara definitivamente los ojos una gris y lluviosa mañana, típicamente parisina, del mes de febrero. Desde entonces, solo unas manos, las suyas, ordenaban y organizaban cualquier objeto, útil o inútil, de los que formaban parte de su entorno; y solo unos pies, los suyos, pisaban suavemente el parqué de aquel piso antiguo del Barrio Latino, tan lleno de recuerdos, que había pertenecido a sus tíos.

Ya en la cocina, encendió la luz, enchufó la cafetera, sacó de la panera un cruasán y se encaminó hacia el cuarto de aseo. Un buen lavado de cara con agua fría la ayudaría a despabilarse de verdad. Eso y un buen tazón de café la devolverían a la vida. Era la rutina de cada mañana, aunque hoy se había adelantado la hora y el madrugón había sido de antología, pues así lo requería el momento. Tenía el mismo sentimiento que el de una colegiala el primer día de clase, el mismo que el de un artista en su debut o en el estreno de cualquier espectáculo. Era una especie de comezón que empezaba en el estómago y le recorría todo el cuerpo de cabo a rabo el que se le había instalado en su interior desde que empezó ese nuevo trabajo. Estaba ansiosa por ver el resultado de esta obra, que la había tenido ocupada varios meses y que, en los últimos, le había ayudado a superar la muerte de su madre. La traducción de su primera novela se había convertido en la mejor terapia. Hoy la mandarían a la editorial si el agente del autor daba el consentimiento a su impresión tras el encuentro previsto para las diez.

 Aunque hacía ya días que estaba terminada y entregada, su desmedido perfeccionismo le había impuesto una última revisión de las revisiones previas. De madrugada, sin ruidos, sin llamadas, sin interrupciones, se concentraría en ese último repaso, con el fin de extraer aquellos pasajes más relevantes para el desarrollo de la trama, en los que debía captar con total acierto el humor inteligente, vertido con fina ironía, y la sicología complicada de su protagonista, del autor valenciano, tan de moda en España, que le había tocado en suerte traducir al francés. Esperaba llevarlo todo controlado para que no hubiera objeciones de ningún tipo y se le diera luz verde al proyecto ese mismo día. En esas horas que hoy le robaba a su descanso, contaría con el tiempo necesario para perfilar su exposición sin cometer el más mínimo derrape, al menos esa era su intención.

Así era ella. Detestaba los errores, sobre todo los debidos a despistes. Si el error obedecía a una falta de capacidad para hacerlo mejor, se lo perdonaba, pero no se permitía cometerlo por pereza. Al trabajo había que dedicarle todo el tiempo necesario para dar de sí misma lo mejor. Era lo aprendido: esfuerzo y diligencia, diligencia y esfuerzo, aunque a veces le disgustara su radical exigencia. Y, en esta situación, la diligencia era poca. Un autor de moda, una novela de éxito y una recién estrenada traductora de narrativa conformaban un cóctel explosivo, en el que ella se llevaría la peor parte en caso de explotar, y no tenía interés alguno en ser una traductora suicida y salir volando por los aires antes de despegar. Sabía que los ojos de la crítica la escudriñarían a fondo y, si la novela no llegaba a tener el éxito esperado en el mercado francoparlante, la responsabilidad caería sobre sus espaldas. Se jugaba mucho. No era solo su prestigio, también estaba en juego su honra personal, su amor propio y la admiración que sentía por el autor de “La soledad era eso”1, una de sus novelas favoritas de los últimos tiempos. No quería fallar ni fallarle.

Se secó la cara y se miró al espejo para arreglarse un poco su rizada melena. Recordó por un momento los consejos que siempre le había dado su madre y sonrió con una amarga ternura. ¡Su madre! ¡Cómo la echaba de menos! Desde pequeña le había inculcado que una mujer, al levantarse, saliera o no de casa, tenía que asearse y prepararse como si, en cualquier momento, pudiese llegar una visita o tuviese que acudir a una urgencia.

-Laura, antes de nada, el aseo personal- le decía algún domingo o día de fiesta, en el que se hacía la remolona y tardaba más de la cuenta en ducharse, cambiar su cómodo pijama por ropa de calle y estar preparada para lo que fuera-. En pijama no me gusta que andes por la casa. Nunca se sabe quién puede venir o dónde has de salir. Desde que una se levanta, debe estar presentable.

A fuerza de repetirlo, fue su madre consiguiendo que su tendencia a dejarlo todo para “luego” se fuera minando y acabara por desaparecer. ¡Lástima que esa diligencia solo la aplicara a lo externo! En lo tocante a sus sentimientos, ya era otro cantar. De esta forma la acción de levantarse de la cama se había convertido en todo un ritual repetido desde su niñez. Ni siquiera sus casi treinta años en contacto con las costumbres francesas lo habían socavado. Eso sí, todo con moderación. Ni mucho arreglo ni poco, sino el suficiente para estar presentable, haciendo gala del aforismo griego que solía repetirse en cualquier situación comprometida: “De nada, demasiado”.

 De las costumbres francesas, solo el cruasán había conseguido conquistarla y  había entrado a formar parte, en todas las ocasiones extraordinarias, de su desayuno, sustituyendo a los exquisitos tejeringos, que su madre les compraba los domingos. Para el resto de la semana, el típico mollete con aceite, tan suculento, que tomaba de pequeña, lo había desbancado, por imperativo de fuerza mayor, la crujiente baguette, aunque seguía prefiriendo el aceite como aderezo. Siempre que era posible, su hermano se encargaba de enviárselo desde su tierra. No le hacía asco a las tostadas francesas con mantequilla, no. Es más, le gustaban, pero solía tomarlas fuera, rara vez en casa. Ahora bien, lo insustituible era el espléndido tazón de café, imprescindible para poder hacerle frente al día con las neuronas bien despiertas. Y como se trataba de un día diferente, lo más recomendable para iniciarlo con buen pie era acompañarlo de un cruasán, untarlo bien de mantequilla, y comérselo. Sin duda, lo mejor que podía pasarle al cruasán2 y, sobre todo, a ella


Mujer morena
Mientras se peinaba, examinó con atención su cara. ¡Otro surco más!- se dijo con indiferencia. ¡Cómo marca la vida! A sus casi 50 años era natural que su rostro reflejara el paso el tiempo. Y era normal que, un día sí y otro también, una nueva estría irrumpiera en su cuerpo. ¡El tiempo destructor! El discurrir del tiempo y sus huellas, como marcas estampadas por hierros candentes en toda la geografía de su físico, eran el fatal obsequio que el sufrimiento, provocado por todo aquello que se había quedado en el camino, le dejaba en herencia, el peaje que había que pagar por seguir siendo una superviviente.

 Pensó con una burlona sonrisa que, si su rostro fuese un museo de arrugas, cada una de ellas podría ser identificada con un cartel, como se hace con las piezas expuestas, en el que figuraran  fecha, lugar y causa de la rugosidad. Se imaginó la cara así decorada y no pudo evitar reírse. No era mala esa idea. No, no lo era. Así evitaría preguntas incómodas y, al mismo tiempo, desnudar su alma y divulgar sus vivencias más lacerantes; además, con la cara llena de cartelitos se cubrirían al completo los estigmas. Mucho mejor que con la cirugía estética, tan de moda. Y el procedimiento sería más barato. Ella, por lo pronto, siguió con su ritual y se embadurnó con una buena hidratante. ¡Tampoco había que dejar a la “edad ligera” tatuar a su antojo y soltura! Alguna resistencia debía oponérsele, aunque fuera con cuatro potingues, para que no campase a sus anchas dejando marcas a placer.

 El ruido de la cafetera la extrajo de sus pensamientos y acudió deprisa a la cocina en busca de su droga matutina. Así llamaba al único café que se tomaba en todo el día: su droga y su manjar. Le gustaba con poca leche y con mucho azúcar, para dejarla asentada en el fondo y tomarla con cucharilla como último sorbo. Eso pretendía: afrontar los días con dulzor en la boca para contrarrestar el sabor agrio de las penalidades de la existencia.

 Cuando le dio el último bocado al cruasán, se dirigió al despacho y encendió el equipo con el fin de ir ganando tiempo mientras se lavaba los dientes. Volvió a mirarse en el espejo y ya, preparada para la tarea, entró de nuevo en su lugar de trabajo.


Informática
Aún andaba el ordenador abriendo programas y con el antivirus en pie de guerra. Como era incapaz de mantenerse sin hacer nada, se dedicó a repasar con la vista las fotos que decoraban su estantería poblada de libros. En esas fotos, unas en blanco y negro y otras en color, se hallaban cautivas, en momentos muy especiales, las personas más importantes de su vida: su familia. Las repasó todas en un rápido vistazo, pero sus ojos se detuvieron, cargados de consternación y añoranza en una muy significativa, la última instantánea en la que aparecían todos: sus padres y sus tíos, unos segundos padres para ellos, su hermano, ataviado con sus galas de novio, junto a su reciente esposa, el día de su enlace y a su lado, ¡cómo no!, ella misma, o sea “el número primo”, como solía llamarla su madre. Se sonrió de nuevo. “¡El número primo!-¡qué apodo más bien traído! No solo evidenciaba la afición lectora de su madre3, sino que también demostraba su exquisito y perspicaz  humor”- pensó. 

Yes que su soledad física era una realidad tras tres matrimonios fallidos. Tres bodas, tres fracasos. Y su madre, como no podía ser de otra forma, había acusado el golpe y recurría al humor como medio de sobrellevar el aislamiento de su hija, que había transformado su carácter. De su Laura alegre y confiada de la juventud poco quedaba. Cada vez más precavida, cada vez menos comunicativa, tejiendo un impermeable caparazón, del que de tarde en tarde salía y al que regresaba otra vez recubriéndolo con una nueva costra cuando la vida volvía a golpearla, tragándose en silencio sus tropiezos y sus desencantos. Solo su escéptica y huidiza mirada mostraba el premio a la consolidación de su fracaso. Siempre sospechó que el motivo de ese cambio de actitud provenía de su ciudad y de su juventud, pero jamás le preguntó nada, excepto en una ocasión. Bajo el ardor de una discusión tonta, soltó una frase que vino a delatarla y puso a Laura en guardia.

-Nunca entendí por qué acabaste cediendo a nuestros deseos y te viniste a París. Algo muy grave tuvo que pasarte, que te desligó de tu gente y de tu tierra. Algo que nunca has querido revelar.

-Fue la mejor decisión para mi futuro- afirmó Laura con mucha tibieza y poca convicción.

Su madre hizo gala de su  perspicacia y no volvió jamás a tocar el tema. Pero la preocupación por la soledad de su hija ni la callaba ni la disimulaba. Laura la entendía. Entendía a la perfección, a pesar de no ser madre, el extremo desvelo de la suya. Sabedora de que, por ley de vida ellos, tan protectores, se irían antes, temía dejarla sola “en esta extraña tierra de gabachos”, como acostumbraba a remacharle cada vez que la ocasión se presentaba. Por más que la tranquilizara con el argumento de que los tiempos habían cambiado, que en la actualidad  las mujeres sabían desenvolverse bien y valerse por sí mismas, que lo importante era rodearse de buenos amigos y otras ideas similares, su madre no dejaba ni un momento de pedirle que regresara a España cuando ellos muriesen. “Busca el calor de los tuyos” era su cantinela preferida. Esta petición se había convertido en una súplica constante y angustiada cuando supo que la enfermedad que la tenía postrada en la cama era irreversible.

- Prométeme que volverás y moriré tranquila- le pedía con ojos suplicantes-. Prométemelo.

 Ella se limitaba a callar y a cambiar de conversación para desviar el tema que le removía la vieja herida. Se resistía a las promesas, porque, consciente de que debía volver y saldar sus deudas con el pasado, no se había decidido todavía a hacerlo y se negaba a prometerlo ante la falta de una absoluta certeza para poder cumplirlo.

 Toda una vida entregada a engañarse, a esconderse, a negarse, a sepultar el pasado, y tuvo que ser su última pareja, un “parlero” argentino el que pusiese el dedo en la llaga. Gracias a él, había logrado reconocer la auténtica causa de su inmadurez emocional. Treinta años de su vida consagrados a flagelarse con las mentiras más absurdas. Nada más que él pudo conseguir que aceptara la verdad de su derrota, cuando, ante el deterioro de su relación, ejerció con ella su profesión de psicoanalista.

- Vos no podes amar a nadie. Vos tenés que arreglar las cuentas con el pasado. Vos podrás entonces ser dueña de tu destino.

 Le dolieron profundamente esas palabras, porque el charlatán de su porteño había dado en el clavo. Y lo que nunca admitió ni siquiera ante ella misma, acabó admitiéndolo ante aquel hombre prepotente y presuntuoso, pero agudo e inteligente.

Hubiese deseado arreglar la relación con parches. Había sobrepasado con creces los cuarenta y necesitaba estabilidad. Se resistió hasta lo imposible a aceptar el fracaso, pero, cuando el alejamiento se interpuso en la pareja y los silencios se convirtieron en aliados, Héctor ejerció con ella a fondo su profesión y le dejó claro el diagnóstico: “Conflicto sentimental no resuelto” y, como colofón, el abandono.

-Necesito una mujer sana emocionalmente, una mujer  que tenga la capacidad de amar y no una fiera herida que me vea como una madriguera, donde poder esconderse de sí misma y de sus temores- aseveró, antes de darle el portazo, con contundencia y con la seguridad propia de un sicoterapeuta de éxito.

Así era Héctor, claro como el cristal y de una crueldad extrema cuando la razón lo asistía.Y en esta ocasión lo asistía. Tenía toda la razón del mundo. La que ella se había negado desde el momento en que renunció a aclarar las cosas con Miguel y tomó el camino más fácil y más dañino, el de la huida. Porque su marcha a París, su exilio en tierras francesas, sus excesivas tareas, sus becas de verano para estudiar en otros países, las escasas visitas a su ciudad natal, la mínima relación con sus amigos de entonces, a los que, intencionadamente, nunca preguntó por Miguel (lo poco que sabía sobre su vida ya se encargaba Carmen de contárselo), perseguían el único objetivo de blindarse contra la verdad y evidenciaban su incapacidad y falta de coraje para hacerle frente a una realidad, que la amordazaba, impidiéndole seguir avanzando. Y, aun sin tener consciencia de ello, había dedicado sus mejores años a ser una fugitiva de sus propios sentimientos, sepultando entre el trabajo y la razón, un corazón que aún se estremecía cuando la imagen de Miguel se instalaba sin permiso en su interior.

El hundimiento de su última relación se convirtió, paradójicamente, en su tabla de salvación. Entonces pudo entender y asimilar su fracaso afectivo y aceptar sin tapujos la causa y el origen de su naufragio, enterrados en una honda sima de orgullo y de tozudez.

 Aquel joven de piernas largas y flacuchas, de mirada profunda y soñadora, que, desde que tuviera uso de razón, le había robado el alma, continuaba, a su pesar, presente en su vida. Y por mucho empeño y ganas que hubiese puesto en desterrarlo, nunca había podido conseguirlo. Pero lo que, en este momento, realmente le dolía, no era ni su infelicidad ni su soledad, sino su falta de honestidad. No había sido honesta con sus parejas, porque no lo había sido consigo misma. Sus largas conversaciones con Héctor, que desembocaron en la separación, la habían redimido, porque, al fin, como los adictos a cualquier droga que quieren desintoxicarse, había terminado por admitir la gravedad de su problema. Esa aceptación la conducía indefectiblemente por el camino acertado para enderezar su vida ahora, que aún no era demasiado tarde, sin andar huyendo hacia tierra de nadie desertando de su yo más íntimo.

Terapia


 -“Hola, me llamo Laura y soy adicta al camuflaje”- habría tenido que confesar de haber asistido a un grupo de terapia. 

Por eso, cuando su madre le volvió a pedir que regresara a España con los suyos, pese a contar con un impedimento inmediato y no poder hacerlo en breve, al menos tenía ya clara la determinación de regresar, localizar a Miguel y hablar abiertamente de la carta y de sus consecuencias. Estaba totalmente decidida a seguir su futuro sin máculas, sin cadenas, sin disfraces.



-Mamá, ahora no puedo regresar. Ya sabes lo ilusionada que estoy con este nuevo proyecto. Siempre fue mi sueño- afirmó mirándola con inmenso amor a unos hermosos ojos verdes, lo único que resplandecía en un rostro macilento y desfigurado por la enfermedad-, pero, te prometo que volveré y tú, conmigo.

- Cuando lo acabes, hija, cuando lo acabes. No hay prisas. Yo lo único que deseo es que regreses. Las nuevas tecnologías te permitirán trabajar desde allí en lo que quieras. Estarás en tu tierra, con los tuyos y podrás seguir con este trabajo- expresó su madre con la mirada cansada, pero triunfante.


Rodeó con sus manos la mano, cálida y delgada, de su progenitora y, mientras intentaba contener unas díscolas lágrimas, se escuchó a sí misma prometérselo de nuevo.

-Lo haré, mamá, lo haré. Volveré. Volveremos a España.

Su madre cerró los ojos y le pidió que corriera las cortinas. Quedó en penumbra la habitación. Laura salió y la dejó descansar. Ambas sabían que el final no se haría esperar, por mucho que disimulasen. El decaimiento y pérdida de fuerzas de los últimos días indicaban que estaba próximo. Nunca le pidió que la llevara a España para morir entre los suyos. Así de generosa era. Únicamente manifestó su deseo de que sus cenizas se depositaran en el columbario del cementerio de la pequeña ciudad de provincias, en la que nació, se casó y dio a luz a sus dos hijos.

 El primero en morir fue el tío Auguste. Una terrible enfermedad lo había ido minando y, en pocos meses, acabó con la fortaleza y entusiasmo de aquel parisino extravagante, humanista y bondadoso como pocos, que había sido un segundo padre y su mecenas. A los dos años, sin avisar, la muerte se llevó a su amado padre. Poco pudo disfrutar de su merecida jubilación y de París. Apenas llevaba dos años en la hermosa ciudad del Sena. Se echó a descansar después del almuerzo y no despertó de la siesta. Les siguió su entusiasta y divertida tía Maruja. Con ella la muerte fue más generosa en su rapto, pero más despiadada. Se la llevó poco a poco, sin prisas. Y vino a rematar su trabajo, apenas dos meses atrás, arrebatándole a su madre, dejándola en una casa llena de sombras y vacía de presencias.

Su hermano hacía años que volvió a España. Primero el trabajo, después el amor y siempre la querencia por su tierra. A pesar de que había entre ellos una estrecha relación, que se materializaba en conversaciones telefónicas o contactos por correo electrónico, la separación espacial era un hecho. Se había instalado en su ciudad natal con su mujer y sus hijos a miles de kilómetros de donde se hallaba ella, envuelta en brumosos recuerdos y sola, en una soledad física llevadera, aunque con un vacío espiritual demoledor.



Juan José Millás


Abrió el archivo y contempló su obra. Experimentó una satisfacción enorme. Ante su ojos se hallaba el resultado de su esfuerzo: “La follie d’une femme”4. Era la traducción que le había dado al título original de la última novela de Juan José Millás, que tanto éxito y reconocimiento de la crítica estaba obteniendo en España, su ópera prima como traductora de novela de un autor consagrado.

Se había dedicado toda su vida a la traducción técnica. Se pagaba bien y le permitía sobrevivir sin estrecheces, pero su inmenso amor a la Literatura la había llevado a alternarla con traducciones de poemas y relatos de diferentes escritores para revistas literarias de escasa divulgación. Estos trabajos o eran gratuitos o estaban mal remunerados. Sin embargo, traducir a Garcilaso o a Ronsard, o a cualquiera de los clásicos, intentando conservar la raíz del sentimiento y las rimas tan equilibradas de sus poemas, era un premio para ella, una inestimable compensación, que ningún dinero podía pagar.

 Desde que finalizara la carrera, su máxima aspiración había sido dedicarse a la traducción literaria, pero esa salida profesional les estaba vedada a los neófitos, porque todos los puestos los copaban traductores con pedigrí. Por eso, el haber conseguido este encargo, aunque fuera ya a una edad tardía, era un regalo inapreciable y una oportunidad única, que tenía que aprovechar.

Anhelaba en lo más hondo de su corazón que, en la reunión prevista con todo el equipo al completo de la editorial y con la presencia del agente literario del novelista español, no se le pusieran muchas trabas a su labor y la traducción fuera aceptada sin más. Le urgía un descanso para regresar a España  y arreglar sus cuentas con el pasado.

 La primera revisión había alcanzado su objetivo. Su jefe, un ejecutivo serio,  exigente y agresivo, incluso había valorado positivamente algunos giros elegidos para fragmentos, formal o temáticamente complicados, del relato, elogiando la traducción del título. “¡Mucha más sonoridad! Un acierto”, fueron sus parcas palabras. Ante este veredicto favorable, su confianza había crecido y, pese a que quedaba pendiente la última fase, la más temida, se hallaba discretamente tranquila. Y eso que hoy le tocaba lidiar con un morlaco, que no era otro que Monsieur Rauchs, el prestigioso representante de Millás. De nariz aguileña, mirada petrificante (lo que le  granjeó el apodo de “La Gorgona") y garras de león, era muy temido en los medios editoriales. Su actitud belicosa en la negociación había causado más de un dolor de cabeza.

Por los pasillos de la editorial corría el rumor de que posiblemente esa mañana estuviera acompañado por el autor, que, aprovechando su estancia en la capital para intervenir en un ciclo de conferencias del Instituto Cervantes, lo acompañaría. Este rumor, lejos de inquietarla, le agradaba. Había oído muchos elogios acerca del carácter campechano y afable del columnista de El País y le hacía ilusión poder saludar al creador de “Elena Rincón”, uno de los personajes femeninos de ficción más conseguidos en la  Literatura de los últimos tiempos, equiparable a Emma Bovary, a Ana Ozores, y a un largo etcétera de mujeres, bien perfiladas por obra y gracia de excelsos escritores con una capacidad introspectiva admirable para captar los entresijos del alma femenina.

Desde que leyó la novela, recién salida del horno, empatizó con aquella mujer arrinconada en sí misma, perdida en el marasmo de su propia apatía e incapaz de hacerse cargo de su identidad. Así se había sentido ella: dando vueltas y más vueltas, como en un tiovivo, sin timón ni dirección. Ahora su voz, como la de Elena, no sale ya del ventrílocuo que maneja el títere. Ahora, su voz, como la de Elena, la dicta su interior y su convencimiento. El “luego” para su búsqueda vital ha quedado acorralado por el “ahora”.  La decisión está tomada y tiene la firme seguridad de que la edad de las tinieblas ha sido vencida por una nueva era luminosa.

                                        


Mira el reloj. Se aproxima el momento ansiado y su intervención está ya lista. Mientras imprime las hojas y pasa el archivo al pendrive, prepara la carpeta. Recuerda que ha quedado con su amiga Nathalie para tomar el aperitivo y almorzar una vez acabada la reunión. Van a celebrar el fin de su reclusión en los “cuarteles de invierno”, aunque se rechace el proyecto, aunque una tormenta amenace París, aunque el Apocalipsis estuviera cercano, habrá celebración, porque hay mucho que celebrar. Y se beberán una buena botella de Chardonnay  y degustarán un delicioso asado de cordero lechal con tomillo y ajos “Chez la vieille Adrienne”, cerca del Museo del Louvre. De sus pensamientos la saca el allegro de la “Sinfonía del Nuevo Mundo” de su móvil. Es Nathalie.

 - Bonjour, mon amie. ¿Has terminado ya con tu ingente y acaparadora faena?
 - Bonjour, Nathalie. Sí. Ya he terminado. En breve salgo para la editorial.
- Très bien, mon amie. Ya he reservado la mesa Chez la vieille Adrienne.
-  ¡Estupendo!  Quedamos sobre la una para tomar el aperitivo. ¿Te parece bien?Si alguna de las dos se retrasara, nos damos un toque.
- Oui, Oui. Y ¡bonne chance, mon amie!- le desea.
-  Muchas gracias, Nathalie. Hasta luego.
- Au revoir, Laura.

 Vuelve a mirar el reloj. Todavía tiene tiempo para ducharse tranquilamente y vestirse con parsimonia. El atuendo que va a ponerse lo ha dejado preparado la noche anterior. Tampoco para eso le gustan las improvisaciones. Ha elegido un primaveral traje negro de dos piezas con top beige y botines del mismo color. Como complemento, un foulard negro con grandes lunares en diferentes tonos tierra. Se llevará la gabardina, imprescindible en esta revoltosa primavera que se ha presentado en París.

 El día ha amanecido despejado, pero desde la ventana de su dormitorio ha atisbado pequeñas nubes grises, que en cualquier momento pueden descargar sobre la ciudad. Antes de salir, vuelve a mirarse en el espejo del pasillo. Se encuentra satisfecha con su aspecto y eso le da confianza. Sale al exterior con un brillo nuevo. Se mimetiza con la tibia luz del sol que reverbera en las centenarias piedras de la acera. En diez minutos y a buen paso llegará a la Rue Mazarine. Allí tiene sus oficinas la editorial.


Calle del Barrio LATINO
Se mete de lleno en la vorágine de la vida, que bulle por las angostas y sinuosas calles del Barrio Latino, a estas horas convertidas en un hormiguero de turistas, estudiantes y repartidores, fácilmente distinguibles por su actitud y su ritmo. Unos, serenos y contemplativos, sin dejar de girar la cabeza en todas direcciones para contemplar el tipismo de unas callejuelas con solera y la grandiosidad arquitectónica de los edificios que las jalonan. Otros, en el trasiego de su tarea diaria, no se detienen a mirar ni la cara de los viandantes con los que se cruzan. Ella se confunde con la fauna humana y sigue su camino. Al pasar por delante de La Sorbonne, no puede evitar recordar el día de su llegada cuando, desorientada, pisó por vez primera la plaza, los pasillos y las aulas de ese edificio. Por un momento, la vence la melancolía al pensar en los días de tibia esperanza cuando confiaba aún en recibir una carta de Miguel, la carta que nunca llegó. Se sobrepone al instante impregnada por la alegría del día y por el espíritu de libertad que emana de las viejas y sabias piedras. Y vuela, y sueña y confía en el devenir.


Plaza de La Sorbonne y edificio
En poco tiempo se planta en la editorial. Sus compañeros del equipo de edición y de diseño se encuentran ya en la Sala de Juntas. Se agrega a uno de los corrillos, que se ha formado  alrededor de la larga mesa. Todos expectantes ante la posibilidad de que aparezca Millás. La entrada del jefe, acompañado de Monsieur Rauchs, despeja las expectativas: el novelista no asistirá. Durante las exposiciones de todos y cada uno de los miembros del equipo, la mirada penetrante del dandy de los agentes literarios parisinos se clava en los intervinientes de forma incisiva e intimidatoria. Cuando le llega el turno, Laura lo mira con desafío y expone con serenidad sus resultados. No hay réplicas. El Señor "Gorgona" acepta todas las propuestas con complacencia y la reunión se da por terminada.

 Es temprano aún y parte sin prisa al encuentro de su amiga como un turista más, mirando con detenimiento y admirando con pasión la belleza de la ciudad que la acoge. Se encamina hacia el Puente de las Artes. Al pasar por un viejo café, desde su interior enmaderado y oscuro, envuelto en una embriagante atmósfera bohemia, se deslizan broncas notas de la garganta desgarrada de un joven Johnny Halliday. Son quebradizos sonidos que, como aspas cortantes de afilados shuriken, atraviesan  sus oídos y van a clavarse en su corazón.

-“Ceux que l’amour a bleséee”, canta el francés. Y Laura se siente solidaria y en sintonía con todas las víctimas del amor, con todos los heridos en esa guerra, porque es una más del grupo, salvo que ella ha dejado ya de lamerse las heridas. 




 Cuando entra en el Puente de las Artes, una nube solitaria abre sus tentáculos sobre el centro de París y comienza a liberar, de forma tímida y persistente, una fina llovizna, que acaricia con mimo las verdes aguas del Sena y resbala silenciosa por los pretiles del viejo puente. Alguna gota se detiene y se ensancha hasta disolverse en los metalizados y coloridos candados, promesas de amor eterno de enamorados, que adornan y doblegan las barandas del Puente del Amor.


París
Laura toca suavemente uno de estos candados, nexo de dos almas, cuyo destino ha podido bifurcarse. Sabe que ni su nombre ni el de Miguel aparecerán nunca grabados en ningún candado de ningún puente de ninguna ciudad del mundo. Sabe que no habrá ninguna  llave arrojada a las turbias aguas de ningún río de ningún país del universo. Sin embargo, ella se siente aún atada a ese amor de juventud. Sin candados, sin cerrojos, sin cadenas, sin ataduras explícitas, sigue encadenada a Miguel con lazos invisibles y quiere saber por qué.


La lluvia continúa su monótona cantinela besando su cuerpo y su cabello y su cara. Laura mira al cielo en un afán de recibir las gotas, como maná purificador.
Lo mismo que la mariposa que acaba de abandonar su crisálida, se hace con las riendas de su destino. Llamará a Carmen para preguntarle abiertamente por Miguel y pedirle alguna dirección de contacto. En cuanto la consiga, le escribirá o lo llamará. Es su tarea inmediata. Necesita la verdad, por muy dolorosa que pueda haber sido y necesita, sobre todo, renacer a la vida sin rémoras. Está obligada a conocer si su infelicidad  ha tenido algún sentido.

 Al llegar a las inmediaciones del Museo del Louvre, se detiene en seco y busca el móvil en uno de los compartimentos de su bolso. No más demoras. Cuando está a punto de marcar el número de Carmen, los compases de la sinfonía de Dvorák la sorprenden. “Nathalie va a retrasarse”- es su primer pensamiento. Pero no, no es Nathalie. Una voz masculina, rajada, afectiva y remotamente familiar, se escucha al otro lado del auricular.

-¿Laura?, ¿Laura García?- pregunta el emisor un tanto dubitativo.

-Sí, soy yo- afirma la receptora desconcertada.

-  Laura, soy Miguel, Miguel Jáimez. Fuimos amigos y compañeros de estudios cuando jóvenes. ¿Me recuerdas?

Laura se queda atónita. En apenas segundos y a cámara rápida, como en las películas de cine mudo, desfilan por su mente, con una velocidad vertiginosa, fotogramas ordenados cronológicamente de todos y cada uno de los momentos vividos junto a Miguel. Miguel en el parque, en las calles del pueblo, en los bares, en el cine, en el Colegio... Miguel, solo, con amigos, a su lado...Miguel en Navidad, en Semana Santa, en las fiestas… Miguel en primavera, en verano, en otoño, en invierno. Sus largas y flacuchas piernas recorriendo los rincones de aquella ciudad donde se había sentido tan feliz, tan plena, tan realizada, y su acariciadora mirada ocupando su pasado, y colonizando, en la imagen congelada del día en que sus ojos se cruzaron por última vez, también su presente.

 La vuelve a apresar la misma inquietud de entonces. Quiere responder lo que sea, responder con rapidez, pero las palabras se quedan atascadas en su garganta. A duras penas se recompone, a duras penas se hace con el control. Y, cuando lo logra, se yergue victoriosa y en un tono bajo, casi imperceptible, pero sereno y confiado, acierta a decir:

-Sí, Miguel. Te recuerdo.






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1. Novela de Juan José Millás, premio Nadal de 1990.
2."Lo mejor que le puede pasar a un cruasán" de Pablo Tusset, publicada en 2001.
3."La soledad de los números primos" de Paolo Giordano, publicada en 2008.
4."La mujer loca" de Juan José Millás, publicada en 2014.



domingo, 15 de junio de 2014

Romance del abandono









                                                                           ( En memoria de Rafael de León)

¿Qué me queda si te vas?
¿Qué te queda si te alejas?

Si de tu cuerpo me exilias
y de tu alma me destierras
levantando concertinas
con mil volutas argénteas,
abriendo con la distancia
fosos de agua purulenta,
tapiando con argamasa
de silencio y de sentencia
las ventanas de tu casa,
de tu corazón las puertas,
¿qué me dejas si te marchas?,
¿qué te dejo si te ausentas?

Que el amor se va volando,
como vuelan las pavesas,
hacia témpanos remotos,
lejos de la roja hoguera
donde el fuego encadenaba
tu presencia y mi presencia,
a la pira de la nieve
y allí morirá el poema,
que el destino enamorado
fuera hilando letra a letra
con tu corazón y el mío
en latidos de magenta.

            ***

Por eso, si tú te vas,
llévate en tu vida a cuestas
mi alma hecha cenizas
para enterrarla en la brecha
de olvidos y de desdenes,
que tu orgullo sin fronteras
cavó con diente oxidado
de desespero y tristeza
en una grieta profunda
entre tu tierra y mi tierra,
donde quedaron hundidas
las ilusiones primeras.

       ***

¡Vete! No mires atrás.
¡Vete! Sigue tu carrera.
Busca tu alegría fatua
allá donde la tuvieras
y olvida que nos quisimos
un día de primavera
bajo limones dorados,
entre suspiros y quejas,
con promesas que murieron
al pie de las madreselvas.


¿Qué te queda si te vas?
¿Qué me queda si te alejas?

                                      MjH











jueves, 5 de junio de 2014

EL PATIO





                  (Patio del Hospital Nuestro Padre Jesús Nazareno de Luque, Córdoba, España. Fotos de María Olmedo)




¡Mira cómo luce el patio
con su placentera sombra!

Rico mosaico irisado
de verdes, blancos y rosas,
de naranjas y violetas
y de gitanillas rojas,
que cuelgan por las paredes,
como perlas seductoras,
como esmaltados lunares
de vivas batas  de cola,
y resbalan por el alma
de la nacarada losa.



       ********


En el centro, los suspiros
del pozo, que se desbordan
desde su íntimo anhelo
hasta el brocal de su boca,
evocaciones de antaño,
enredados en las olas,
que el cubo en su vaivén
levanta envuelto en trovas
y en fragancias de las plantas
que rejas de amor adornan.


        ********

En el rincón de la estancia,
una bella joven borda
en el bastidor de sueños
dulces sueños de amadora,
sueños que quedan colgando,
como marfileñas borlas,
en las columnas de mármol
y en ventanas de caoba
del patio que la vigila
y la mece con sus hojas.


   ********


Una guitarra dormida
en la vieja mecedora
guarda de alegría arpegios
y de nostalgia las notas,
que corren por sus costados
en melancólicas coplas
y en cantes por soleares,
por seguiriyas  muy “jondas”,
por peteneras sombrías
y martinetes de forja.


        ********





Hasta los mantones mueven
sus flecos de seda hermosa,
mientras los pavos reales,
los claveles y amapolas
bailan al compás del aire,
danzan entre las farolas,
que siembran con sus destellos
en las macetas salmodias,
y la tarde cordobesa
bajo su palio se arropa.



¡Mira cómo luce el patio
con su placentera sombra!
                     MjH