lunes, 24 de marzo de 2014

LA CARTA II: Laura








Miró el reloj. Era ya la cuarta o la quinta vez que lo hacía de forma compulsiva, casi rozando el paroxismo. No recordaba haber controlado jamás el tiempo con la avidez  con que lo hacía ahora, milésima a milésima, segundo a segundo, minuto a minuto. Lo que no sabía es que, a partir de ese día, el tiempo se convertiría en su enemigo más temible, en su sempiterno rival. Su ritmo parsimonioso de ahora, su cachazudo paso, su lento y casi detenido transcurrir le causaba un tremendo desasosiego, un desasosiego que crecía por momentos. Faltaban diez minutos, solo diez minutos. El instante crucial se avecinaba y se propuso contenerse. Tenía que tranquilizarse. La clase acabaría pronto y estaba deseando salir para entrar en la siguiente. Tocaba inglés en el Laboratorio de Idiomas y hoy quería llegar con tiempo para ocupar las primeras filas antes de que entrara en avalancha el resto del grupo. Era su momento y tenía que prepararlo con calma y precisión. Le iba a guardar un sitio a Miguel. Llevaba tiempo planificándolo todo y había elegido este día, cercano ya a las vacaciones, y esa clase que compartían, para declararle su amor, ese amor que, como una catarata caudalosa e incontenible, se había desatado en su corazón desde el primer día en que lo vio.



 Concentrada como estaba en la tarea que le esperaba, no se había percatado de que su compañera de la fila de atrás la llamaba. Solo se dio cuenta cuándo notó un ronroneo en el oído. La tenía ya prácticamente pegada a ella.


-Laura, que llevo un rato dándote con el boli y no te enteras. ¿Qué te pasa, hija? –le espetó un tanto enfurruñada.

-Nada, nada. Estaba concentrada en la explicación- le contestó Laura sin apenas girar la cabeza.

-Pásame el cuaderno de inglés, porfa, que anoche estuve con Carlos en el pub y se me fue el santo al cielo- le pidió esgrimiendo en su rostro un gesto de felicidad, que no pudo ser contemplado por Laura, pero que imaginó por el tono dulzón con el que  modulaba su voz-.



- Pásamelo rápido, ahora que la Martirio está distraída escribiendo en la pizarra, porfa, porfa.

 Sin  mover la cabeza y manteniéndose hierática como una esfinge, le entregó con disimulo el cuaderno mientras miraba fijamente a la Srta. Elena, su autoritaria profesora de Latín. Trataba de evitar que la descubriese charlando y le armase la marimorena. Era muy estricta y no pasaba por alto ninguna distracción ni conversaciones por lo bajini que se tuvieran en el aula mientras ella explicaba. Saltaba como un resorte sin pararse en nada cuando había murmullo en la clase. Al alumno que descubría “in fraganti” lo machacaba con todo el peso de su razonado y duro discurso, hasta que lo dejaba destrozado y sin escapatoria posible, sin argumento verbal que pudiera explicar ese comportamiento. La actitud de la Srta. Elena, unida a las gafas negras con las que cubría unos ojos apenas visibles, le había granjeado el merecidísimo apodo de “La Martirio”, con el que las últimas generaciones que habían pasado por el Colegio la conocían. En esa clase como en la del Ogro solo se podía respirar y mirar al encerado. Todo lo demás estaba rigurosamente prohibido.

Aparentemente Laura continuaba pendiente de la explicación, pero a duras penas  podía retener nada. De tarde en tarde escuchaba, tal vez porque la profesora lo pronunciaba en tono más vivo, un “Virgilio” que, a modo de martillazo, la liberaba de su ensimismamiento y la devolvía al mundo real para caer de nuevo en  la penumbra aislante y posesiva de  la tarea que la aguardaba una vez finalizada la clase.



Aunque era consciente de que con la declaración por carta, que estaba a punto de pasarle a Miguel, se saltaba todas las normas no escritas  en su pequeña y atrasada ciudad sobre la actuación de las chicas en asuntos amatorios, que ya se encargaban las madres, las tías, las abuelas, las vecinas… de transmitir de generación en generación, su decisión de confesarle su amor era firme e irrevocable.  No le importaba nadar contra corriente. En unos días terminaría el curso y las oportunidades de encontrarse disminuirían y les faltarían ocasiones para verse y ocasiones para hablarse, algo que no le agradaba absolutamente nada. A ella le gustaba tenerlo todo previsto y controlado, no dejarle al azar ni un resquicio para que jugase con todas sus cartas y acabara por ganarle la partida y por entorpecer su objetivo. La sociedad había cambiado mucho en pocos años. En la movida madrileña se veía de todo, pero Madrid quedaba muy alejada de aquella pequeña ciudad de provincias y los “ochenta” aún no eran de los jóvenes por mucho que la Diosdado se empeñara en otra cosa. Allí, en el culo del mundo, esos aires modernos  todavía no se estilaban y en todo lo relativo al cortejo y a la declaración amorosa, la iniciativa la seguía llevando el varón. Si la chica se la apropiaba, se consideraba una ligereza, no exenta  de consecuencias en forma de chismorreos. Ella lo sabía, pero lo que realmente le preocupaba era lo que pudiera pensar Miguel; sin embargo, estaba tan segura de su amor que su determinación no admitía dudas. Aun exponiéndose a ser tomada por una chica ligera de cascos, lo haría. Eso sí, lo haría con precaución.  ¡Tampoco había que pregonarlo a los cuatro vientos! Con que lo supieran los interesados, le bastaba.


 Lo llevaba todo pensado y la carta escrita. No le había costado mucho saber qué decirle. Barajó dos posibilidades. Tendría que elegir entre su voz y la de un poeta. Había pensado en mandarle un soneto de la Barret. Uno de su obra “Sonetos del portugués”, que el Ogro les había hecho leer en la lengua de Shakespeare con toda su musicalidad virgen y que habían traducido en esa misma clase, dejándolo manco de rima, pero conservando la fuerza del sentimiento. De ese poema la atraían poderosamente los dos últimos versos:

             “Por amor de mi amor quiero que me ames,
              para que dure amor eternamente”.



Pensó en mandárselos, pero declinó hacerlo, porque quería que llegara hasta él su voz más auténtica, más honda, sin intermediarios, sin adornos, sin alharacas que ocultaran la verdad y la intensidad de un sentimiento, nacido hacía ya muchos años, y que había madurado a fuerza de horas, de días, de meses, de años. Y así, en su hondura más auténtica, en su esencia más desgarrada, debía llegar al corazón de Miguel. Bien era verdad que la nota era muy breve, pero intensa y bastante atrevida. No podía dejar de cavilar qué hubiera pensado su madre de haberla descubierto. Su hija, su Laura, tan sensata, tan comedida, tan razonable, pidiéndole relaciones a un chico, como si ella no tuviera cualidades suficientes tanto físicas como morales para provocar miles de confesiones y propuestas de otros muchachos. Y las había habido, aunque sin ningún valor para ella. Ya la escuchaba incluso decirle: “Las mujeres que actúan así, pierden la dignidad”. Esa sería su frase de haber conocido sus intenciones. Pero seguía sin importarle. Ella escribió lo que había sentido y lo que había sentido, que llevaba tanto tiempo vagando, como un niño perdido, por todas las fibras de su cuerpo, no era otra cosa que un inmenso amor y un deseo irrefrenable de compartir su vida con aquel muchacho atento, cariñoso y sensible. Por eso no le tembló el pulso cuando escribió sobre una cuartilla en blanco:

                       Miguel:
                                      Te quiero mucho y te querré toda la vida. Solo tú por y
                                      para siempre.
                                     ¿Quieres ser mi novio?


 Ahora solo le quedaba por ejecutar la entrega, porque la hora y el lugar los tenía decididos. Dejaría la cartera sobre el asiento y, cuando lo viera entrar, la quitaría con disimulo, porque sabía que él se sentaría a su lado, como solía hacerlo cada vez que se presentaba la oportunidad y encontraba un asiento libre. Y lo haría con disimulo, porque la peña siempre estaba al loro de todo y no consideraba necesario dar demasiadas pistas sobre sus sentimientos y sus intenciones.

Volvió a mirar el reloj. Seguía inquieta. No había conseguido del todo hacerse con el control de la situación, pese a las dos tilas que llevaba entre pecho y espalda. Cinco minutos y sonaría el timbre. La cuenta atrás de su meditada declaración empezaría a las seis de la tarde. Iba a declararse al chico de sus sueños. Al pensarlo, un leve hormigueo le recorrió todo el cuerpo. Incluso las manos le temblaban. Temía que la delatasen. No era habitual en ella ese nerviosismo.

 Normalmente tenía pasta suficiente para controlar cualquier situación comprometida, pero cuando mediaban los sentimientos, el control se le iba de las manos. A esto había que sumarle la turbación añadida de romper con la normalidad. Cuando lo hacía, cuando planificaba algo por insignificante que fuera, este hecho la sacaba de quicio y le hacía perder espontaneidad. Y ante su pérdida de espontaneidad no había fingimiento que valiera. Era demasiado transparente. Esto es lo que le preocupaba. Por eso, conocedora de sí misma y de los imprevistos que pudieran presentarse, se pedía calma, se pedía tranquilidad, se pedía sosiego para resolver lo que fuera que ocurriese, cualquier contratiempo, directa y rápidamente, como acostumbraba a hacerlo. No quería titubeos ni vacilaciones, ni tampoco bloqueos mentales que la hicieran actuar como una zombi, totalmente ajena a la vida que seguía bullendo a su lado, a pesar de que llevaba ya una hora con el tiempo detenido. Quería aparentar normalidad para que  nadie sospechara nada y su único objetivo de esa tarde no se viera ni alterado ni abortado.

Era cierto que le costaba mucho decidirse para realizar cualquier asunto de escaso calado y en este que se traía entre manos, tan importante para su futuro sentimental, había tenido que invertir mucho tiempo y mucho desgaste, porque se jugaba su felicidad. Por ello había analizado los pros y los contras con una minuciosidad y precisión casi quirúrgicas, pero, una vez que la victoria de las ventajas se había impuesto, la decisión era inexorable. Sí o sí iba a llevarla a término, como si se tratase de un asunto de vida o muerte. Y ya estaba decidido que Miguel debía conocer, antes de que acabara el curso, sus sentimientos. No podría soportar pasarse el verano lejos de él, dejando en manos de la casualidad sus encuentros. Además tenía que saber si esas miradas intensas, serenas e íntimas, con las que se sentía acariciada, guardaban realmente el significado que ella leía o si, por el contrario, su interesada imaginación hacía una lectura inadecuada, más cercana a un montaje de cine que a la objetiva realidad.

 Podría haberse evitado este mal trago si el último domingo cuando se lo encontró por el Parque hubiera ocurrido lo que ella se esperaba. Al verlo, su corazón empezó a latirle con una fuerza inusitada y casi estalla cuando le pareció que venía a su encuentro. Pensó que ya había llegado el día. Que por fin aquel chico de cabello moreno y acaracolado y grandes ojos soñadores iba a hablarle de amor. Iba a abrirle su corazón y así la vida, la suya propia, dejaría de tener oquedades. Ningún hueco quedaría por llenar, porque sin Miguel  se sentía incompleta. De esa forma recobraría el sentido del que carecía, porque quería compartirlo todo con él: su alegría, su tristeza, sus inquietudes, su presente, su futuro… Todo. Se entregaría a él en cuerpo y en espíritu, porque lo amaba. Lo amaba más que a nada en el mundo. Hacía ya mucho tiempo que había tomado consciencia de su estado. Su extremada juventud y su consiguiente inexperiencia en lides amorosas la habían privado de ponerles nombre a aquellos estremecimientos  que el chico le provocaba desde el primer momento, en el que asomó a su vida bastantes años atrás, cuando ella aún jugaba a las casitas y a las muñecas.


No pudo olvidar jamás el día en el que sus miradas se encontraron por primera vez. Andaba en un rincón del bullicioso parque de su ciudad jugando con la casita de muñecas de madera, heredada de su prima Rosi. Se la regaló no sin pena el día en que se ennovió. Creyó que ya había llegado el momento de pensar en una casa de las de verdad  y no en una de mentirijillas, y con todo el dolor de su corazón se desprendió de su casita de la niñez, no sin antes alertarla acerca del valor de ese legado que acababa de heredar.

Todos los días de verano acostumbraba a salirse con sus amigas al Parque y allí bajo la sombra del centenario castaño de Indias, colocaba la coqueta casita  y desparramaba todos los útiles caseros sobre el banco de hierro afiligranado. Sus amigas hacían lo propio y todas se entregaban con complacencia a imitar a sus madres. El día del descubrimiento de la existencia de Miguel andaba de mercadeo con su amiga Adeli.  Estaba cambiando un minúsculo cacito de hojalata, que tenía repetido, por una sartén. El día anterior habían ya cerrado el trato. Mientras realizaban el intercambio, el hermano pequeño de Adeli realizó una de sus gracietas preferidas y les golpeó las manos con una rama seca, que habría recogido del suelo. Se agachó a buscar su sartén por debajo del banco en el que estaban sentadas y, al levantar la vista, se encontró con la tierna y profunda mirada de un desconocido.

 Sus grandes ojos negros la horadaron. Nunca antes había visto a aquel chico. No era de su barrio ni de su colegio ni de su entorno. Tal vez sería primo de alguno de sus amigos. Era verano y acudían muchos forasteros a la ciudad a visitar a los parientes, por lo que no resultaba extraño encontrarlos por allí. Podría haberse acercado al grupo con algún pretexto y preguntar, pero le dio corte. Sin embargo, sintió una extremada curiosidad por conocer todos y cada uno de los datos de aquel desconocido, que se le antojaba un auténtico ángel. Como sabía que no estaba en condiciones síquicas de emprender la empresa indagatoria, se limitó a sentarse de nuevo en el banco y a observarlo disimuladamente. Si hubiera sabido más de amores, habría notado el mismo aire de disimulo en la expresión corporal del muchacho. Seguía apoyado en otro banco, con la mano en la barbilla y en animada conversación con los chavales que lo acompañaban, pero de tarde en tarde sus ojos huían al otro extremo, hasta el preciso lugar donde ella se hallaba esperando el momento de su mirada para rehuirla. Apenas podía mantenerla unos segundos. Inmediatamente hacía como si jugara pero sin dejar de mirar por el rabillo del ojo.

Supo que  era hijo del médico, que recientemente se había instalado en la ciudad. Y desde ese momento Miguel empezó a formar parte de su entorno.  Empezó a formar parte de su vida. En el parque, en la escuela, en las calles, en el colegio… solo un nombre, solo un chico: Miguel. Si lo veía, sus piernas temblaban y su interior se inflamaba con el vuelo de las mariposas que resurgían en su estómago. Si paseaba por la calle y no avistaba su estilizada figura, rematada por aquellas dos delgaduchas piernas  largas que la fascinaban, la inquietud también la embargaba, y su cuello se estiraba y contorsionaba una y otra vez mirando para todos los lugares a la espera de contemplar su ansiada presencia. Entonces, cuando este hecho se producía, no había nada en  mil quilómetros a la redonda que pudiera atraer su atención. Sus cinco sentidos se concentraban en la figura del chico de sus sueños: “Alto, moreno y con los ojos negros, muy negros”, como decía aquella canción, que ella cantaba una y otra vez con una alegría y emoción desaforadas.

 Sonó la sirena, que anunciaba el cambio de clase. Sin saber cómo se vio en un instante en medio del largo y estrecho pasillo y a la vanguardia de todo el  grupo de compañeros que le iban a la zaga. Imprimió buena velocidad a sus piernas y le sacó un buen trecho a sus seguidores.

-Laura, Laura-oyó con nitidez por detrás de sus rizados bucles. Y reconoció la voz de su amiga. Pero no se detuvo. Sabía bien que Carmen la seguiría para devolverle el cuaderno ¡Qué más daba que la encontrase de pie o sentada ya tranquilamente en el aula! A ella lo que le interesaba ahora era llegar la primera y poder elegir a gusto el lugar donde iba a sentarse.

-Laura, Laura- seguía llamándola Carmen sin cejar en su empeño de abordarla cuanto antes.

 Consiguió finalmente entrar en el aula vacía y eligió las primeras filas para que sus amigas ese día la dejasen tranquila. Sabía que en esa clase no se atreverían a sentarse cerca del Ogro. Al tiempo que se sentaba, colocó la cartera sobre una de las sillas contiguas. Se la guardaba a Miguel mientras continuaba escuchando la cantarina voz de su amiga y compañera, que acababa de traspasar la puerta.

-Laura, hija, no había quien te alcanzara. Pero qué te pasa a ti hoy. Estás muy rara. Parecía que huías del mismísimo diablo. Toma el cuaderno. Ya copié los ejercicios- le dijo jadeante y continuó con su perorata.

-¿Por qué te sientas aquí? Vamos, vente para atrás. Aquí los ojos del Ogro nos van a descuartizar- afirmó acompañando sus palabras con una sonora carcajada.

- No, Carmen, tengo muchas dudas sobre el uso de los verbos y quiero preguntar, que el examen está al caer- aseveró sin pestañear.

-Vale, pero si la toma contigo, luego no vengas a lamentarte- añadió aderezando su respuesta con otra enorme carcajada.

Tragó saliva y chasqueó la lengua. Tenía la boca seca. Lo que daría por un vasito de agua…, pero ya no había tiempo de nada, solo cabía esperar la llegada de Miguel.

Y apareció. Miguel apareció. Y allí estaba mirando para todos lados hasta que la vio. Se notó la respiración entrecortada, como si le faltara el aire. Solía ocurrirle siempre que se inquietaba y ante la presencia de Miguel, la inquietud se había convertido en compañera. La miró, la saludó con la cabeza y vino directamente hacia ella. Quitó la cartera de la silla y la colocó a sus pies.

-Hola, Laura- la saludó con su connatural dulzura.

-Hola, Miguel- le devolvió el saludo, pero se quedó sin palabras. No sabía qué decir más. Un silencio de cementerio se impuso entre los dos, un silencio que tenía que evitar como fuera y tiró de pregunta- comodín.

-¿Has hecho los ejercicios?

Podría haberle hablado del calor tan inmenso que hacía en ese mes de mayo, o del manido tema de la salud o de miles de cosas, pero solo acertó a hablar del manoseado tema estudiantil. Era el que venía más al pelo. Si estaban en clase de inglés al fin y al cabo, estaba bien hablar de los ejercicios.

-Sí- respondió Miguel.

Ella seguía pensando dónde colocar la carta y miró las manos del chico. Vio que llevaba el libro y el diccionario y supo que, en alguno de esos dos objetos, la pondría. Mientras pensaba cómo hacerlo, distraída en ese menester, no pudo observar la escena que se desarrollaba delante de sus ojos entre Miguel, su Miguel, y el profesor. Solo escuchó un tono admonitorio, que ponía la piel de gallina, del Ogro dirigiéndose a Miguel y solo pudo ver la cara pálida de su compañero mientras rompía de forma descontrolada un papel. Después, murmullos, más murmullos de la clase y la regañina consiguiente del profesor, que argumentaba favorablemente el porqué de su merecido apodo.

Sin ser consciente de los detalles de lo que allí había ocurrido, sí pudo intuir que no había sido grato ni satisfactorio para Miguel, que continuaba pálido y con el rostro desencajado. Hubiera querido en ese momento tener un mando a distancia y congelar la imagen. Congelarlos a todos, salvo a ellos dos, para poder preguntarle sin reparos el motivo de su angustia. Y acariciarlo, coger sus manos e imprimirle toda la fuerza necesaria para  devolver a su cara la alegría, desaparecida tras el incidente. Y, como no tenía más poderes que confesarle su amor, se dirigió a él en voz baja.

 -Miguel, me dejas un momento tu diccionario.

Se lo pasó de inmediato mirándola con ojos brillantes y sin pronunciar palabra. Algo sucedía, algo grave para el muchacho, pero no era el momento ni la ocasión para averiguarlo. Cogió el diccionario, abrió la pestaña de la portada y colocó su carta. Volvió a cubrirla con la misma pestaña y se lo devolvió a su dueño, que lo cogió con manos temblorosas sin apenas mirarla.



No sabía cómo abordar el problema. Entre el hermetismo lívido de Miguel y los ojos acechantes del Ogro, se sentía aprisionada. Cuando la sirena sonó y estaba a punto de dirigirse a él, este se despidió con un imperceptible  y apresurado adiós y salió por piernas de la clase, desapareciendo de su campo de visión. Su desconcierto la llevó a abandonar el colegio antes de la finalización de las clases, arguyendo un inesperado y terrible dolor de cabeza. Antes recorrió los pasillos, el patio, la puerta, los alrededores… Buscaba a Miguel, pero Miguel no estaba. Se había esfumado.






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Las mismas piernas que una semana atrás pisaban con energía las enceradas losas del estrecho y largo pasillo del colegio ansiosas por encontrarse con el amor de su vida, caminan hoy con pesadez, con una descomunal pesadez, tratando de evitar aquel lugar, donde irremisiblemente solo encontrará silencio, el arma más destructora y dañina para su atribulado corazón. Camina lentamente, arrastrando los pies. Tiene la impresión de estar tirando de una yunta de bueyes, que se le resisten, porque siente su cuerpo rígido como el hierro y su alma gravada de acero. Se esfuerza por acelerar el paso en un intento de ocultar su desgana; sin embargo, su mente le ordena a cada minuto retroceder, huir de allí,  buscar la protección de su hogar y la soledad de su dormitorio, donde nadie pueda  ser testigo de ese inmenso dolor que le atraviesa el corazón y le comprime una a una todas sus células vitales. Ese dolor que no puede controlar y que la ha envejecido años en apenas días. Aunque ganas no le faltan para salir corriendo de allí y poner tierra de por medio, no debe hacerlo. Es fuerte y ha de demostrárselo. “Lo que no mata, engorda”, suele decir una vecina suya, y ella va a aguantar como una heroína ese último día. Aunque se le parta el alma a pedazos, va a afrontar la situación como sea. “Lo que no mata engorda, lo que no mata engorda”- se repite una y otra vez.

 Lleva ya varios días comprendiendo a Gregorio Samsa. Ella también se siente metamorfoseada y no es un insecto precisamente su nueva envoltura. Su ligereza de los días en los que presumía que Miguel la quería, ha desaparecido. Su alegría también. Ahora sólo experimenta mucho dolor y una enorme necesidad de ser invisible.

Será ya la última vez en que obligatoriamente tenga que encontrarse con él. Tendrá que soportar sus coqueteos con otras chicas, tendrá que vivir su alejamiento y, sobre todo, sufrir su silencio, vivir con ese silencio áspero y cortante que los separa desde el aciago día en que le declaró su amor, ese día en el que le dejó la carta, esa carta en la que le desnudaba su alma y que se ha convertido en el detonante de su aflicción. ¿Se arrepentía del paso dado? No, no se arrepentía. Era una chica decidida y, cuando tomaba una determinación, lo hacía arrostrando todas las consecuencias por desagradables que fueran. Ella barajó todas las posibles respuestas, estudió todos los escenarios posibles, pero no contó con el arma más destructiva dado su carácter directo y abierto. No contó con el silencio de Miguel. Sorprendentemente había tenido la única reacción que no había considerado y ante la que se encontraba inerme: silencio. Nunca supo interpretar los silencios. A ella le gustaban las palabras. Sí o no. No pedía más, ni siquiera explicaciones ante una negativa. Pero Miguel había elegido la postura que más le dañaba. Dio la callada por respuesta y cada segundo, cada minuto, cada hora, cada día… iba alejándose un poco más de ella. Ya no sabía si le dolía el dolor de no ser correspondida o el dolor de ser ignorada. Lo que tenía claro es que la mataba ese silencio, porque se sentía totalmente incapacitada para combatirlo. No era orgullo, no, era impotencia, una aplastante impotencia para romper ese silencio.

En su casa y con su aprobación se ha decidido su destino. En unos días se irá a París con sus tíos. Allí pasará el verano y allí iniciará sus estudios en La Sorbonne, donde trabaja su tío. Es lo que siempre habían querido sus padres y a lo que ella siempre se había negado. Sin embargo, ya no la retiene nada en aquella ciudad. Los últimos acontecimientos la han llevado a aceptar esa situación como la más favorable para olvidar a Miguel, a ese Miguel que le ha vuelto la espalda, que la rehúye como a la peste.

 Laura enfila el pasillo en dirección al Laboratorio de Idiomas y se para en seco. Siente una presión acelerada en el corazón, que lejos de imprimirle ritmo a sus pasos, la paraliza. Ve a Miguel y lo ve, como ya es costumbre, rodeado de chicas. No reparan en ella y ella pasa como una sombra por su lado consciente de que será la última vez que esas piernas largas y flacuchas la inquieten. Oye que la llama Carmen y vuelve la vista, y, de forma inesperada, se cruza su mirada con la de él. Quiere descubrir en sus ojos el mismo amor de siempre, la misma chispa, pero su desencanto se niega a admitirlo. Mira a Carmen, que se le aproxima y la coge del brazo, y que, lanzando otra de sus habituales carcajadas, le dice:

-Vamos, Laura, que hay que darle puerta al Ogro. Hoy será nuestro último día en este antro y nuestra última hora con el monstruo. Alegra esa cara, hija.

Laura hace una mueca, que intenta imitar una sonrisa, mientras piensa que, aunque ame a Miguel más que nada en la vida, aunque sea consciente de que ese amor es inmutable, con la lejanía como aliada tal vez pueda enterrarlo para siempre. Lo va a intentar. El tiempo y la distancia serán sus más leales aliados.

-Sí, Carmen, hoy será “nuestro” último día-afirma muy confiada.












lunes, 17 de marzo de 2014

NOCTURNO





                                      (Cuadro de Alexander Bolotov)




La ciudad se duerme,
la ciudad se apaga
entre tonos grises
de ceniza parda,
de bordes oscuros
y plomiza alma.
Anodina y mustia,
la ciudad descansa
sobre los cimientos
del día que acaba.
Sombría y monótona
la lluvia la baña
con el tintineo
de su oscura nana.

La luna a su lado
pronto se levanta.
De amarillo límpido
viste la ventana,
regando de luz
a la bella dama,
que cuida en silencio
su ilusión temprana
en brazos de nieve
y en sábanas blancas.

Su voz amarilla,
su amarilla cara,
su ocre sonrisa,
su ámbar mirada
alborean la noche
con tulipa áurea.
¡De ensueño se enciende
su boca dorada!

Y en el contrapunto
de la sombra pálida,
la dama enardece,
la ciudad se apaga.
                        MjH





sábado, 15 de marzo de 2014

ROMANCE DE LA NIÑA MORENA














¡Ay!, ¡cómo sueña la niña,
 la hermosa niña morena!

En su delicado dorso
lucir quiere alas de seda,
de suave seda de China,
de tersa seda de Persia,
o de terciopelo liso
del que usan las princesas
en sus regios y lindos trajes
y en sus tocados de perlas.
De seda quiere las alas
y no de dorada cera,
que así el candente Helios
sus sueños no derritiera
cuando volara muy alto
rozando la áurea esfera.
No quiere ser loco Ícaro,
aquel que en el mar se hundiera
con sus ilusiones rotas
nadando con las sirenas.
No quiere encerrar sus sueños
en la morada siniestra
del airado Poseidón,
aquel que en el Ponto reina.
Que quiere surcar los mares
y elevar sobre la tierra
su tierno cuerpo de éter
y su carita morena.
Ser mariposa y volar
sobre valles y laderas,
sobre montes y montañas,
muy cerca de las estrellas.
Ser calandria y descansar
sobre las ramas espesas
del frondoso alcornocal
y de la altiva palmera,
sobre los blancos celindos
y las rojas azaleas.
Deleitarse en el paisaje,
posarse en otras riberas,
gozar  de la melodía
del agua que corre fresca,
del agua que corre pura
entre la verde floresta.

**************
  
Voló la niña, voló,
voló la niña morena.
Entre las nubes vibró,
se embriagó de mil quimeras,
mas se olvidó de mirar
lo que a su lado estuviera.
Y aquellos dos ojos negros,
testigos de su odisea,
los perdió en su terco afán
de ir abriendo fronteras.
Y a la tierra regresó,
con sus alas muy enteras
y el corazón destrozado,
la hermosa niña morena.

¡Ay!, ¡cómo pena la niña!
La niña, ¡ay!, ¡cómo pena!







viernes, 7 de marzo de 2014

IN MEMORIAM





 (En recuerdo de las víctimas del 11 M con motivo del décimo aniversario de los atentados. Unos les arrancaron la vida. Otros, la verdad y la justicia)


Abre los ojos de muerte y de plata
en ancho mar de agua cenicienta
la Aurora, colérica y sangrienta,
entre raíles y brechas de hojalata.

Fauces de fuego en suelta cabalgata
cruzan Madrid en forma de osamenta,
con punzante tridente de herramienta,
vidas queman en negra escalinata. 

Desmesura quebró toda esperanza
un jueves gris de un marzo turbio y frío,
mudando inicua verdades en chanza.

¡Que la justicia de espada y vacío,
hambrienta de horizontes de venganza,
Némesis traiga con rigor impío!
                                               MjH





miércoles, 5 de marzo de 2014

A CLARA CAMPOAMOR (soneto en un acróstico)









(Clara te fue el nombre dado,
y de fuerza y convicciones
tu espíritu aderezaron)


Creciste de desaire rodeada,
Lacerada por ser mujer nacida,
Amarrada y sumisa de por vida,
Rea del sexo, cautiva y machacada.

Antes de ti, señoras de la nada,                                        
Consortes solo sin la voz ungida,
A cuestas con la España empobrecida,
Muerta, hundida, roída y estancada.


Pero tu voz se revistió de acero,
Omiso caso a grito masculino,
Alumbraste del sufragio el yesquero.

Mostrando de la lucha el camino,
Ondeando la bandera con esmero,
Rugió el voto señero y femenino.

                                               MjH