viernes, 7 de junio de 2013

LA CARTA I: Miguel






               Se sentó en el suelo y apoyó la espalda contra la pared. Por encima quedaba el amplio ventanal de su dormitorio, por el que entraba en toda su plenitud la clara luz de aquel día de primavera. Esperaba la hora del almuerzo y había decidido que era el momento adecuado para plasmar en  una cuartilla todo el caudal de sentimientos que le inundaban el alma. “¡Ahora o nunca!”, se dijo. “Ahora”, decidió con total determinación.

               Los  dorados rayos de sol se reflejaban en el blanco papel, sobre el que apretaban con fuerza sus núbiles manos. Dibujaban extrañas figuras, que atraían su atención y lo desviaban de su objetivo. Sobre esas imágenes pasó los dedos una y otra vez, simulando delinear las siluetas de las irregulares y sugerentes formas mientras maduraba el texto que iba a escribir. Sus ojos viajaban fugitivos por todo el habitáculo. Trataba de hallar la inspiración en cualquier recoveco, en cualquier objeto, en cualquier mueble.

               Apelaba inconscientemente a las Musas, mas ninguna acudía en su ayuda. Cayó en la cuenta de que no había musa alguna que pudiera socorrer a los enamorados en situaciones tan cruciales. Recordó a Calíope, la de la elocuencia. Pero, ¿necesitaba él elocuencia? “No”, se respondió tajantemente. No era labia precisamente lo que le faltaba. Por tanto, no era ella la que la tendría que inspirarlo. ¿Le urgiría, tal vez, el amparo de Erato? Tampoco de ella necesitaba protección. No pretendía escribir un poema. De haber pensado en ello, siempre habría sido más acertado recurrir a su amigo Gustavo  (así le gustaba llamar al poeta romántico Bécquer: lo sentía más cercano, más familiar). Él sí sabía expresar con sencillez y naturalidad el amor y el desamor. Sus Rimas eran un nutrido venero donde hallar y extraer algunos versos que estuvieran en conexión con su intenso sentimiento, con ese sentimiento que trataba de trasladarle a su amada.

                Podría decirle: “Hoy la he visto, la he visto y me ha mirado. Hoy creo en Dios”. Eran socorridos esos versos del sevillano. Eso sí, se vería forzado a cambiar la persona gramatical. La original tercera persona podría provocar suspicacias y terminar fastidiando el asunto. Le gustaba también aquella rima que culminaba con un verso contundente y muy atinado, como el que había escrito hacía ya unos años en el reverso de su cuaderno de Literatura: “¡Poesía eres tú!”. Pero no. Quedaba también descartado. Sonaba cursi. Demasiado pedante. Y él no era así. Además, se negaba a copiar a nadie por muy buen poeta que fuera. Él sólo pretendía ser auténtico. Abrir en esa carta su corazón siendo fiel a sus sentimientos. Procurar que su voz más íntima impregnara el papel con toda su verdad, con toda la profundidad del amor que lo embargaba. Intentar que ese amor lo traspasara y llegara con esa misma hondura al corazón de su amada.

               Había sido incapaz de decírselo de viva voz. Y se lo había propuesto muchas veces. Llegó a ensayar lo que le diría y cómo se lo diría, incluso delante del espejo. Y no pudo. Cuando se la encontró casualmente el domingo por la tarde, a punto estuvo de hacerlo. Sin embargo, al acercarse, una fuerza superior lo enmudeció y sólo pudo farfullar unas breves palabras de saludo. Perdió esa oportunidad. Y ahora se hallaba allí, tratando de recoger en aquella hoja virginal el pulso de sus sentimientos. Y no sabía ni por dónde empezar. Práctica no le faltaba. En la ciudad ejercía de “escribidor”, aunque no hubiera ninguna tía Julia que requiriera sus servicios. Su grácil letra de trazos marcados y firmes, y su facilidad para redactar lo habían convertido en el escribano. Eso sí, oficiosamente. Pero era ahora cuando necesitaba de toda su habilidad y, sin embargo, sus sentidos  parecían haberlo abandonado, dejándolo perdido y desconcentrado.

               Un ruido lo sacó de su ensimismamiento. Miró para la puerta y vio una cabecilla rubia de pelo muy rizado, que irrumpió repentinamente en el lugar. Era su hermano pequeño, al que quería mucho. Lo miró sorprendido y no pudo evitar gritarle.

     - ¿Dónde vas?- le preguntó en un tono agrio y amenazador-. ¿No sabes llamar, Juanito? ¡Que sea la última vez que entras en mi cuarto sin llamar a la puerta!

Apenas acabó de pronunciar estas palabras, se sintió arrepentido. El niño empezó a hacer pucheros y con los ojos llenos de asombro, sólo acertó a articular entre gimoteos:

     -Yo, yo… sólo venía por mi trompo.

               Comprendió que se había excedido, puesto que, al fin y al cabo, el chiquillo no era culpable de nada. Su propia incapacidad  para solventar sus problemas amorosos y su extremada inquietud habían provocado una salida de tono impropia de él. Así que se levantó, dejó los trastos de escribir sobre la cama y se dirigió hacia el pequeño intruso.

     -Perdona, Juanito. Iba a escribir una redacción y, como no lo consigo, me he puesto nervioso y lo he pagado contigo. Dame la mano, campeón, que vamos a buscar tu trompo.

El niño le sonrió, lo agarró fuertemente de la mano y lo llevó al lugar donde solía guardarlo. El hermano mayor le acarició la cabeza al tiempo que se lo entregaba. Con el trompo en la mano, el pequeño se marchó contento. Cuando estaba a punto de franquear la puerta, volvió su cara inocente y dijo muy bajito:

     -Hermano, la próxima vez llamaré para no asustarte y así no te enfadarás, ¿verdad?

               No le contestó, solo lo miró con los ojos cargados de ternura y le sonrió. Volvió a sentarse. Escribiría ya lo que fuera. Y lo que fuera sería la verdad. Dejaría que el corazón lo guiara. Y sabía que su corazón no iba a mentir. En él se albergaba mucho amor hacia aquella joven. Desde  pequeña ya había empezado a cautivarlo. Le gustaba verla en el parque, entregada a sus juegos. Le gustaba verla corretear las calles del barrio. Le gustaba verla en cualquier lugar y en todos los momentos. Tenía algo aquella chica que atraía su atención. No era como las demás. Destacaba entre todas.  Las había  más guapas, más altas, más atractivas…, pero a él le sobraban todas. Era la única y el foco de su atención. No tenía ojos nada más que para aquella pequeña de cuerpo ligero, ondulada melena y ojos profundos y serenos. Esa mirada tierna y desafiante que lo arrastraba hacía ella como un imán y que le hacía perder la razón cuando, ya adolescentes, se encontraron compartiendo curso y aula. Fue entonces cuando lo enamoró. Su determinación, la claridad de sus ideas, su personalidad, su rebeldía, la pasión con que emprendía cualquier empresa por muy trivial que fuera. Todo. La amaba y sabía que ese amor sería eterno.

               Su natural timidez se acrecentaba cuando la tenía cerca. Jamás le confesó a nadie, ni siquiera a sus amigos más cercanos, el amor tan grande que le inspiraba aquella muchacha. Era excesivamente celoso de su intimidad. Se limitaba a mirarla cuando ella salía al encerado. O cuando le preguntaban en clase. Entonces aprovechaba la ocasión para recrearse en su contemplación. Muchas veces sus ojos se encontraron y él quiso apreciar en su fondo el mismo amor. “¿Será cierto o un espejismo propio de mi enajenación amorosa?”, se preguntaba con frecuencia. Dudaba. Unos días pensaba que sí y otros días, que no. Sobre todo cuando se la encontraba hablando con algún compañero. Entonces se desmoralizaba. Jamás sintió la tentación de recurrir a la tópica margarita. Ya se bastaba él mismo para desorientarse. Pero tomó la determinación de comunicarle sus anhelos. No podía contenerse más.

               Ese curso terminarían el Bachillerato y cada uno emprendería un nuevo camino. Debía confesarle su amor, porque era la mujer de su vida y no podía perderla. La ocasión había llegado. Tenía que escribir la carta y, por la tarde, entregársela. A las seis compartían la clase de idioma y era el momento idóneo para pasarle la misiva. Si no la tenía lista para esa hora, tendría que esperar otra semana y su impaciencia no se lo iba a permitir. No podía demorarse más. Las vacaciones estaban cerca y, una vez finalizado el curso, contaría con menos oportunidades para verla y para encontrarla a solas. O incluso para hallar cerca algún objeto suyo, donde dejarle una nota. Hoy podría dársela en mano si se armaba de valor. Si no, la dejaría en su mochila o en  alguno de sus libros, siempre que aprovechara un instante de despiste de los demás compañeros. Pero antes, había que escribirla. Y este era su momento.

               Faltaba ya poco para el almuerzo y tenía que darse prisa y aprovechar la coyuntura. Pero, ¿qué podría decirle a aquella maravillosa chica para que comprendiera que era el amor de su vida? ¿En qué frase podría concentrar toda la fuerza y la intensidad de sus sentimientos? ¿Cómo podría transferirles a las palabras la pasión, que ella le despertaba? ¿Cómo encontrar los términos justos para que supiera que su amor era infinito?

Se dobló hacía delante totalmente decidido a culminar su obra. Y dejó volar su corazón. Brotaron las palabras. Eran pocas, pero suficientes. Y se recreó en la lectura de aquellas letras oscuras, que marcaban de negro el centro de la hoja:

                                               Laura:
                                      Te quiero mucho y te querré toda la vida. Solo tú por y
                                      para siempre.
                                     ¿Quieres ser mi novia?
                                                                                                    Miguel

Volvió a leer lo escrito y sonrió satisfecho. Por fin lo había logrado. Era breve, sí. Muy breve, pero recogía la esencia de su sentir. Y lo bueno se intensifica con la brevedad. Al menos eso decía uno de sus filósofos favoritos. Así quedaría.

                Dobló con delicadeza el papel, buscó un sobre entre sus cosas, introdujo la cuartilla, pegó la solapa y escribió en el anverso: “Para Laura”. Volvió a mirar el sobre, orgulloso de su osadía, y lo metió en su libro de inglés. Por unos segundos se quedó absorto. Sus ojos irradiaban un brillo especial. El primer paso ya estaba dado. Ahora tocaba entregarlo. Y después…Una voz familiar lo volvió a la realidad.

     -¡Miguel!, ¡Miguel! La comida ya está en la mesa.

 Se sentó en su lugar habitual y comió lo que se le servía sin proferir palabra alguna. Aunque en su casa no era muy hablador, su madre se dio cuenta de que algo le ocurría.

     -Te veo muy callado, Miguel. ¿Tienes algún problema?- le preguntó, clavando sus enormes, bondadosos y negros ojos en los de su primogénito.

     - No, mamá. No me sucede nada fuera de lo normal. Tengo un examen esta tarde y repaso mentalmente. Quiero aprobarlo- le mintió.

               Era una mentirijilla casi piadosa. Piadosa para sí mismo, ya que necesitaba hacer acopio de toda la tranquilidad del mundo con el fin de montarse una estrategia de entrega, libre de las miradas de los curiosos. Tenía que pasarle la carta a Laura sin que nadie se percatase. Y eso no iba a ser fácil. Ella siempre andaba rodeada de sus amigas. Encontrar el momento oportuno exigía una buena planificación. Pondría a funcionar sus cincos sentidos y toda su inteligencia para hallarlo. No podría soportar que alguien ajeno a ellos dos se diera cuenta de sus pretensiones. Tenía que evitar con todos los medios a su alcance la interferencia de algún compañero y, para ello, precisaría de toda su astucia. Si la encontraba a solas, se la entregaría. Si no se daba esa ocasión, deslizaría el sobre en su cartera. Esas eran sus opciones. Con esas cartas jugaría la partida de su felicidad.

               Dedicó a su arreglo personal más tiempo del acostumbrado. Normalmente era muy desastrado. Su madre se lo repetía continuamente. “Miguel, ese jersey tiene manchas. Miguel, ese pantalón está arrugado. Miguel, esa camisa… ¡Eres un adán! Siempre tan desaliñado.” Y estaba en lo cierto.

               Ese día quería estar presentable y eligió una camiseta que solía ponerse los domingos. Optó por dejarse el mismo pantalón con el objeto de no levantar demasiadas sospechas entre sus compañeros. Notarían algo raro en él y seguro que le preguntaban. No había que dar muchas pistas. Sin embargo, se perfumó más de lo habitual y se peinó cuidadosamente, procurando que el flequillo adoptase una forma adecuada. Ni demasiado aplastado, como si se lo hubiera lamido una vaca, ni demasiado hirsuto, pues tampoco quería parecer un electrocutado. Con dos pasadas de peine, se encontró bien. No habría más acicalamiento. ¡La suerte estaba echada!

               Eternas se le hicieron las dos horas de clase previas al encuentro con su enamorada. En Física, había tenido que copiar los apuntes de su compañero. Su atención a la explicación del profesor dejaba mucho que desear y no captaba con claridad ni una sola idea. En Matemáticas, sin embargo, cambió el panorama. Tocaban problemas. Eso le gustaba. Se puso a resolverlos con el entusiasmo que siempre le ponía a su asignatura preferida. Lo absorbieron tanto que olvidó la complicada empresa que tenía que acometer en la siguiente hora. Fue su sedante.

               Y llegó el momento decisivo. Tenía que rematar la faena. Todos los alumnos de Inglés, procedentes del área de Letras y de Ciencias, se reencontrarían, como de costumbre, en el Laboratorio de Idiomas. Hacia allí se encaminaba ahora con su libro y su diccionario. No necesitaba nada más. Miró en su interior y se cercioró de que el sobre seguía allí. Y entonces la vio. Laura estaba sentada en la primera fila, plena de serenidad y hermosura. ¡Laura! ¡Su Laura! A su lado quedaba un asiento libre. ¡Era su oportunidad! Se adelantó a sus compañeros y se sentó. ¡A su lado!  ¡Un sueño! El destino lo había favorecido, sin lugar a dudas. La saludó. Ella le devolvió el saludo. Y lo miró con tanta dulzura que un temblor incontrolable se adueñó de todo su ser. Su cuerpo no le pertenecía. Era de ella, de su vida, de su amor. ¡La amaba con tanta fuerza…! Volvió a comprobar si la carta seguía en su lugar. No pudo. Una enérgica voz se lo impidió.

     -Sr. Jáimez, déjeme su libro- le exigió su profesor con autoridad.

No supo reaccionar y se lo entregó. Pero sus manos temblaban y erró en la entrega. El manual acabó cayendo sobre la mesa y la carta salió despedida. Al verla, se abalanzó sobre ella como una fiera. Intentaba evitar que otras manos, y no las suyas, pudieran profanar su joya más preciada y descubrir su secreto. Pero unas más fuertes se le adelantaron. Unas fuertes y anchas manos, que a punto estuvieron de aplastar las de él. Eran las del Ogro, el fornido y autoritario profesor de Inglés. El apodo le venía como anillo al dedo, no sólo por su físico de dimensiones colosales. Su ácido carácter y su perenne malhumor también contribuirían a que, nada más llegar al colegio así fuera bautizado para la posteridad. El Ogro cogió la carta, posó sus ojos en el sobre y lo miró directamente, esbozando una sonrisa, que pretendía ser cómplice, pero que a Miguel le pareció odiosa y repugnante.

      -¡Qué bonito es el amor!, ¿verdad, Sr. Jáimez? La primavera hace estragos. ¡Ande, tome! Y no vuelva a mezclarme el ocio con el negocio. Por esta vez, lo dejaremos pasar - exclamó con su voz atronadora.

Todos los alumnos miraban la escena con ojos sorprendidos e interrogantes. El Ogro había entrado en acción y querían conocer el motivo. Los murmullos comenzaron a inundar el aula y, por segundos, iban aumentando de volumen.

     -Cállense todos. La clase comienza desde ya y no quiero escuchar ni el vuelo de una mosca- les ordenó con contundencia.

               Miguel hubiera querido que la tierra se lo hubiera tragado en aquel momento. O incluso estar muerto, aunque se sentía ya como un cadáver. Ni una gota de sangre parecía correr por sus venas. Notaba las miradas de sus compañeros atravesarle el cogote. Los notaba respirar cerca, arremolinados para buscar información. Él apenas podía moverse. Y tampoco pudo pronunciar palabra alguna. Cogió la carta y, antes de que los demás, que ya se le echaban encima con morbosa curiosidad, pudieran leer algo, la  rompió, sin ser consciente de que en aquellos trozos iban también rotas todas sus esperanzas. Su excitación era tal que casi no podía mantenerse en pie. Por fin consiguió sentarse. Y se mostró imperturbable durante toda la clase. Sólo la voz de Laura lo sacó momentáneamente de su hermetismo.

     -Miguel, me dejas un momento tu diccionario- le pidió con su natural dulzura.

Apenas la miró, pero creyó descubrir en sus profundos y negros ojos una chispa especial, que no acertó a descifrar. Una chispa, que seguía brillando cuando se lo devolvió. Tomó el libro en sus manos, aún temblorosas. Lo miró con ojos llorosos y lo dejó caer sobre la mesa.

*  *  *



               Las mismas manos de ayer, hoy nudosas y avejentadas, volvían a sostener el diccionario, vestigio y reliquia del último encuentro con su primer y único amor. Se lo encontró en el desván de la casa de sus padres. Estaba curioseando en sus papeles de antaño. Se hallaba dentro de una enorme caja de cartón en la que aparecía escrito su nombre... ¡Su diccionario de Inglés! Había trascurrido casi treinta años desde que lo viera y tocara por última vez. ¡Cuántos agridulces recuerdos guardaban sus páginas! Y lo acarició con la misma suavidad con la que había soñado un día  llegar a acariciar a Laura. Creyó sentir su aroma, aquel aroma fascinante que lo transmutaba. Un cúmulo de sensaciones lo estremeció. Aquel libro tan anodino era el testigo de su desgracia, de su autodestrucción, y al mismo tiempo el único recuerdo que conservaba de su amada. Lo abrió y fue pasando sus hojas lentamente. Escudriñó cada uno de sus rincones, buscando un retazo de su ayer. Detuvo su mirada en algunas chuletas. “Pecadillos veniales”, se dijo. Prosiguió con su exploración  y descubrió un papel amarillento que sobresalía de una de las solapas de la cubierta. ¡Era un sobre! “¿Mi carta?”, se preguntó sorprendido. No podía ser. Recordaba el trágico momento de su destrucción. Y lo recordaba con tanto dolor como el que había padecido durante toda su vida. No podía ser. Él la rompió. El autismo emocional de su juventud lo llevó a la catástrofe. De todo el pasado era su única certeza. La rompió y con ella mató todo atisbo de felicidad. Nunca pudo olvidar a Laura, a su Laura, a aquella chica que le robó su alma. Nunca.

               Abrió el sobre con gran desconcierto y mucha prisa. Buscó en su interior y detuvo sus frágiles ojos en unas palabras oscuras que resaltaban en el centro del ya ajado papel. Y leyó. Y volvió a leer. ¡No podía ser cierto! ¡No era posible! ¡Cómo fue tan cobarde! Y cada una de aquellas letras que lo iban penetrando fue convirtiendo en jirones las fibras de su ya cansado corazón. ¡Era de Laura! ¡Ella también lo amaba! Y no supo verlo.

                                               Miguel:
                                      Te quiero mucho y te querré toda la vida. Solo tú por y
                                      para siempre.
                                     ¿Quieres ser mi novio?

                                                                                                       Laura

8 comentarios:

  1. Es una historia realmente emotiva, desgraciada, que te llega. Y muy bien contada. Enhorabuena.

    ResponderEliminar
  2. Me ha encantado todo pero el final es...explosivo...

    ResponderEliminar
  3. Me ha encantado todo pero el final es...explosivo...

    ResponderEliminar
  4. Es una historia que para muchos ha sido una realidad. Miguel debería buscar a Laura

    ResponderEliminar
  5. Miguel y Laura se seguirán buscando. Lo que ignoro aún es si se encontrarán, Marcelino ;) Hay ya en el mercado una 2ª, 3ª y 4ª parte de La carta. Te paso los enlaces por si te apetece leerlas.

    En este enlace tienes la 4ª y última, hasta ahora, entrega y los enlaces a la 2ª y 3ª parte:

    http://entre52.blogspot.com.es/2014/09/la-carta-iv-un-hallazgo-inesperado.html

    ResponderEliminar
  6. http://entre52.blogspot.com.es/2014/09/la-carta-iv-un-hallazgo-inesperado.html

    ResponderEliminar
  7. Este comentario ha sido eliminado por un administrador del blog.

    ResponderEliminar